Veintitrés: Andrea

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Mi hermano es cinco años mayor. Cuando éramos chicos parecíamos mellizos porque él era bajito para su edad y bueno, nuestros rostros son como esas tazas de té que son distintas pero hacen parte de un mismo juego. Ahora mide casi dos metros, trabaja como periodista y es una especie de filósofo vanguardista de redes sociales. En realidad, desde que éramos niños siempre exponía sus teorías de la vida durante los almuerzos y por alguna razón a mí me impresionaban y se me quedaban grabadas. Quizá porque él era el mayor y siempre fue obvio que era mucho más inteligente que yo. Nuestra relación es lo suficientemente buena ahora, pero constantemente siento la necesidad de probar que sus teorías de infancia estaban equivocadas. Como la de la pizza y la cobardía, que ya estaba derribada.

Quedaba una teoría en pie que había ejercido su reinado en mi vida durante estos últimos meses sin que yo fuera demasiado consciente de ello.

Me senté en la mesa redonda y diminuta, en la que mal cabían dos personas. Mi respiración estaba entrecortada y merecía un esfuerzo de mi parte para inhalar y exhalar por completo. Procuraba no respirar superficialmente porque sabía que eso alimentaba mi ansiedad, que ponía mi cuerpo en un estado de inquietud física, que ya hace meses me había propuesto desterrar.

Sonó mi celular y mientras intentaba encontrarlo en el hoyo negro que es mi bolso, continuaba sorbiendo mi jugo a través del sorbete de acero que estrenaba y que no sólo me hacía sentir que contaminaba un pelín menos la tierra, sino que aportaba un sabor metálico cautivante, como el de una coca cola que acaba de bañarse en las aguas sagradas del Ganges.

Contesté y aunque aún sentía en el estómago el alboroto de miedo, rabia y nervios, hablé con seguridad, me levanté, envolví mi sorbete mágico en una servilleta color marrón claro y salí del lugar.

Los geranios antes rojos habían tomado un color violáceo y las hojas más cercanas a la tierra estaban resecas y caídas. Miré al cielo y en lugar de presionar el botoncito del intercomunicador, envié un mensaje del celular. La puerta zumbó y se abrió un minuto después y subí sin prisa. El nudo de mi pelo se soltó un poco más y sentí algunas hebras de cabello caer sobre mi hombro. El pasamanos helado me alivió el ardor de una de las manos y aligeré el paso para llegar antes de que mis pensamientos se atravesaran por el camino.

La puerta roja se abrió despacio como movida por el viento. Esperé inmóvil pasando el dedo pulgar por la yema de los demás dedos.

- ¿Evan? - me impacienté y asomé un ojo por la ranura de la puerta abierta.

- Pasa - me respondió desde lejos.

- Me haces venir aquí y ni siquiera te levantas para saludarme - reproché en tono acusador, golpeando la suela de mis zapatillas blancas contra el suelo y dando un portazo que sacudió las ventanas.

- Estoy en el cuarto - habló alto y en calma, totalmente ajeno a mis claras manifestaciones de rabia.

Mientras demoraba dando pasos lentos por el pasillo, pensé que estar allí era una pérdida de tiempo y energía, una pérdida de latidos acelerados y de pupilas dilatadas. A dos pasos de la puerta de su cuarto, lo vi de espaldas sentado en la silla de madera de pino, con un pie apoyado sobre la cama y los pies descalzos. Tenía el pelo alborotado y el torso desnudo. Su silueta de hombros anchos marcaba un contraste marcado con su cintura delgada. Tocaba la guitarra casi sin mover el cuerpo, salvo el pie que tenía apoyado en el suelo. Lo movía marcando el ritmo de una melodía a la que no le presté atención.

Estuve a punto de dar la vuelta y largarme de ahí, alejarme de esa fuente de inseguridad que era Evan con sus rasgos sociópatas, sus frases de tres palabras y sus falsos te quiero.

- ¿A dónde vas? - se levantó de su silla y apoyó el antebrazo en el marco de la puerta

- No, no me voy, sólo pensé que me había olvidado algo en el auto - mentí y me ruboricé un poco, esperando que él no lo notara.

- Esa flor es para ti - me dijo señalando una orquídea color verde lima, tan hermosa que provocaba comérsela o abrazarla.

- Ah, gracias - balbuceé con los latidos disparados.

Evan se sentó de nuevo en la silla y me pidió sentarme frente a él, sobre la cama. Volvió a abrazar su guitarra, así como solía abrazar todo objeto que se interponía entre él y yo y empezó a mover los dedos delicadamente sobre las cuerdas. Una melodía dulce y alegre empezó a iluminar el cuarto de ventanas y cortinas cerradas y mostrando a un Evan distinto. No supe cómo reaccionar, me limité a sentarme demasiado recta y a sonreír con la expresión de orgullo que presencias una actuación navideña de tu hijo pequeño.

Evan cantaba con los ojos cerrados como si durmiera a su yo escéptico para dejar despertar al Evan que vivía en sus ojos. Un Evan que cantaba canciones de amor, en las que decía que yo abría un cielo en su corazón y que de la mano íbamos a llegar dónde el tiempo no existe.

Cuando terminó, dejó la guitarra sobre la silla y se sentó detrás mío envolviendo mi cuerpo con el suyo. Me preguntó si me había gustado mientras acomodaba mi pelo sobre mi hombro izquierdo. Hablaba pegando los labios en la piel de mi cuello y sus palabras parecían atravesar mi carne y colarse en mi sangre. Su voz me recorría entera, era grande el esfuerzo para decirle que no, para alejarme de él. Amar a Evan sólo me dejaba deseando más amor.

Y aquí viene la teoría que nunca pude derribar: Cuando tengas hambre, nunca comas manzanas, porque sólo aumentarán tu apetito. Detestaba que esta teoría fuera cierta, lo había experimentado tantas veces y siempre daba el mismo resultado: verdadero.

Así era estar con Evan. Era como comer manzanas cuando tienes mucha hambre. Era amor de manzana en un corazón hambriento. Sus manos ya estaban en mi estómago y en mis muslos, recorrían como en su casa los bordes de mi mandíbula y era imposible. Imposible decirle que pare, cuando su olor era exactamente el remedio a mi soledad.

Cuando salí de allí, volví a sentir ese vacío en la boca del estómago que me acompañaba a mi auto y durante todo el día desde hace meses, pero ahora sosteniendo una maceta amarillo claro con la orquídea preciosa tambaleándose ente mis manos. Había bajado sola, como siempre, y la puse en el suelo un momento para encontrar mis llaves y abrir la puerta del auto. La subí al asiento del copiloto y la aseguré con el cinturón.

- Andrea - le dije sin que ella supiera que así se iba a llamar- ya no aguanto más.

El amor en los tiempos del yogaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora