- No estás haciendo nada malo - pronunció algo robótica la voz de Clara en el altavoz.
Ella estaba en su sesión semanal de fisioterapia y yo iba manejando. Eran cerca de las 7:30 de la noche. Clara tenía la flexibilidad de una niña de cinco años y las piernas más largas y torneadas que yo había visto en mi vida. Practicaba danza contemporánea y aunque le fascinaba, había sido la fuente de su abundante colección de pequeñas y medianas lesiones en varias partes del cuerpo. Por eso iba a fisioterapia cada viernes sin falta al salir de su oficina adorara-odiada. En casi todas sus sesiones se la pasaba hablando por teléfono conmigo por el altavoz. Su terapeuta se llamaba Orón y aunque yo no lo conocía ni sabía nada de su vida personal, él conocía con pelos y señales cada episodio de mi vida y la de Clara. A veces intervenía con comentarios como el que me acababa de soltar: Si te da miedo, entonces hazlo con más ganas, el miedo es vida.
¿El miedo es vida? Si el miedo era vida, yo estaba rebosando vida en oleadas de sudor que iba secando aumentando con violencia el vigor del aire acondicionado. Evan y yo habíamos intercambiado varios mensajes de Whatsapp con contenido muy poco materialista, que de manera oportuna nos llevaron a este momento.
Él vivía en un edificio de tres pisos en el centro de Miraflores. La puerta que daba a la calle era de fierro, como esas de los colegios o iglesias, que conforman un gran portón con una puerta más pequeñita a un lado. Me quedé mirando el botón del intercomunicador. Toda la calma que sentí antes frente a lo que estaba por suceder se había esfumado de un vientazo que corría sacudiendo los geranios rojos que rodeaban la entrada. El miedo me había llegado de golpe, pero no estaba haciendo nada malo, como había dicho Clara. Era una salida cualquiera para conocernos, para pasar un buen rato y sinceramente era una buena excusa para librarme de esa "primera cita" post separación. Perdí la noción de cuánto tiempo hacía que estaba clavada como una palmera ahí frente al portón con los pelos alborotados por el clima. Me sentía parte de un paisaje de verano, cómoda en mi inmovilidad, sin el menor impulso de apretar ese botoncito gris. Se escucharon pasos. Pensé que venían del apartamento del primer piso que estaba con la luz encendida. Se remeció la puerta de fierro y se abrió de golpe. Me hincó una dosis de adrenalina y las palpitaciones subieron por mi garganta. ¿Qué nervios eran esos? Apareció una señora vestida con un pijama de seda , alargó el brazo delante mío y le dije buenas noches. Supongo que apretó uno de los botones, porque antes que pudiera reaccionar se escuchó la voz de Evan. La vecina le avisó de un corte de agua que habría al día siguiente y luego le recordó que tenía que pagarle la cuota del mantenimiento. Yo me encogí como queriendo volver al capullo del que nunca debí haber salido, hasta que él dijo: Ariela, ya estás por acá, sube. El destino empujándome a vivir gracias al intercomunicador con cámara.
Salir con alguien por primera vez es como comprar fruta en el mercado. Nadie te enseña pero vas aprendiendo cómo hacer la elección entre lo dulce y maduro y lo pasado y podrido. Vas imitando lo que observas de los más experimentados, buscas tips en internet y por último, aprendes de tus malas elecciones. Justo eso temía, que yo era pésima comprando fruta y eligiendo candidatos para citas románticas.
Evan aún era un enigma y yo estaba tan absurdamente nerviosa, que ese instinto, radar detector o corrientemente llamado sexto sentido estaba hecho bolita y con los ojos apretados a punto del llanto. Estaba por mi cuenta, sudando gotas de nervios salados. Ni el hot yoga con sus 42 grados de temperatura, sus 90 minutos y sus 26 posturas habían logrado este efecto de transpiración. Los sudores los tenía reservados exclusivamente para estas ocasiones especiales en que lo último que uno quiere es sudar. Allí venía, abundante.
Conversamos con pausas para sonreírnos o hacernos gestos en silencios desagradables. Él guiñaba el ojo. No como tic nervioso, lo guiñaba con encanto, con una sonrisa de lado sin mostrar los dientes. Y yo empecé a creer que era aún más guapo de lo que había notado.
ESTÁS LEYENDO
El amor en los tiempos del yoga
RomanceAriela tiene 27 años y en el medio de su divorcio empieza a practicar yoga. En ese mundo empezará poco a poco a enamorarse de tres hombres completamente diferentes. Una combinación de humor y romance que te hará querer saber que pasará en el próximo...