Clara me despertó con un campaneo brutal de mensajes. Tin, tin, tin tin, tin, queriendo todos los detalles. Llevaba dándole todos los detalles hacía tres semanas. Con Clara siempre me siento niña. Ella tiene el poder de quitarte veinte años de encima con una sóla pregunta. Despierta tu adolescencia dormida, te hace dar risitas avergonzadas, carcajadas vulgares, entrelaza su brazo con el tuyo, te habla por teléfono durante horas, te invita chicles y te cuenta historias que te hacen pensar que la vida es más simple de lo que crees, que si no eres feliz es porque no te da la gana.
Yo le contaba lo que creía que ella quería oír, lo demás me lo guardaba porque me daba vergüenza admitirlo. Ni siquiera yo quería escucharlo salir de mi boca, pero Evan me encantaba. Me enamoré en 24 horas. Me sentía completamente ridícula y tibia. Si te has enamorado alguna vez debes saber cómo se siente la piel por dentro, se vuelve líquida y vibra despacio pero constantemente. Qué horror, no había pasado ni un mes y ya estaba pensando en poemas, en la piel y en la vida eterna a su lado.
No me sé llevar bien con el amor. Me enamoro muy pronto y me decepciono lento. Me entorpece y adormece. Después de hablar con Clara, llevé a Gaetano al colegio y tuvimos que regresar dos veces a la casa porque se olvidó la tarea y después la lonchera. Llegó tarde y lloró cuando la maestra en la entrada le puso el sellito de tardanza en la agenda. Se limpió los mocos en mi hombro y tuve que irme así a dos reuniones con clientes. Como diseñadora puedo decir que no hay nada peor que un diseñador enamorado. Si algún día contratas uno, no le pidas su CV o su carpeta de trabajos, pregúntale si está enamorado y si lo está, huye lejos. El amor tiene efectos adversos graves en la gente creativa, te provoca bloqueos, te hace cometer errores garrafales de principiante, te da amnesia y faltas a reuniones pactadas hace semanas, te olvidas de las fechas de entrega, te olvidas hasta del nombre de la marca para la que diseñas, no grabas tus avances, se te pierden los archivos y tienes que hacer todo dos veces. Evan estaba destruyendo mi vida laboral.
Durante las siguientes dos semanas nos vimos cuatro veces más. Te voy a ser sincera, me arreglaba con la dedicación que le pones al asunto antes de ir a una fiesta. Así era para mí, una fiesta. Evan despertaba cosas que yo creía que ya no podía sentir, cosas que pensaba que la gente de más de veinte años ya no siente, cosas que ser adulto te debería quitar y aún más, cosas que después de ser mamá ya jamás pero jamás crees que vas a volver a sentir.
Siempre íbamos a comer, más que nada porque él parecía tener hambre todo el tiempo. Y aunque yo también vivía con ese hambre constante que se tiene cuando eres vegana, no se lo decía y aceptaba cualquier lugar que él proponía. Yo simplemente quería estar con él, podríamos estar sentados en un charco de lodo, en una mina oscura, en la Avenida Javier Prado en hora punta; no importaba, estar con él lo hacía todo perfecto, todo soportable.
En nuestra cita número 6, yo aún llevaba la cuenta. Parecía mala suerte dejar de contarlas antes de haber llegado a la décima. Como siempre, fui yo hacia su casa. Toqué el timbre y no me contestó. Toqué una tercera y luego una cuarta vez. Cada vez que apretaba el botoncito infeliz, se iba alimentando un monstruo en mi estómago. No era hambre... aunque sí, también era hambre. Pero era más rabia, que me subía en una especie de reflujo involuntario. Mis puños se apretaban y me sudaba un poco el cuello, mis latidos se olvidaron del amor y me golpeaban el pecho como si tocaran la puerta. No era solamente yo, mi cuerpo reclamaba su presencia.
Pude haberme sentado a esperarlo, pero mi dignidad no me lo permitió. Le envié un mensaje: Vine y no estás, me voy. Tiré un portazo al subir a mi carro y aceleré como piloto ansioso por la meta. Cuando di la vuelta para entrar al óvalo, me paró un semáforo y un chico con nariz de payaso me tocó la ventana haciendo cara de niño. Le abrí y me entregó una flor. Le quise dar una moneda a cambio, pero no me la recibió.
- Págame con una sonrisa - me dijo con un ceceo marcado.
- Uy, eso vale más que la moneda que te iba a dar.
- Es una flor muy cara.
- ¿Y por qué?
- Pues porque me la regalaron y las cosas regaladas valen más que las compradas. Como el sol, como la luna, las estrellas, el aire - fue haciendo mímica de cada cosa que decía.
- ¿Tú eres payaso o filósofo?
- Es la misma cosa - se carcajeó y yo también - pagada está... tu flor.
El semáforo cambió a verde y le hice adiós con la mano. Sonó mi celular, era Evan.
- Sí, dime - no dije aló ni hola.
- Ariela, vi tu mensaje. ¿Por qué te fuiste?
- ¿Qué querías? ¿Que me quedara ahí esperándote? Ya bastante hago con atravesar media ciudad para vernos.
- Uy, estás molesta de verdad...
- Sí, claro. ¿O ahora la gente se enoja de mentiritas?
- Ja, ja. Ariela, estoy acá, sólo salí a comprar. No te enojes.
- No, sí me enojo. Porque estoy harta de ser siempre yo la que te busca, la que viene, la que te espera.
- Pero, si soy yo el que siempre te dice para vernos. Me gusta estar contigo, de verdad.
- Bueno, creo que no es suficiente.
- Ya pues Ariela, regresa. Te compré el té de frutos rojos que te gusta.
El silencio le hizo pensar que corté porque dijo aló tres veces y acabé cediendo. Me irritaba que todo fuera tan fácil para él. Me desquiciaba haberlo empezado a querer tan pronto. Me enloquecía que con dos palabras y un té era capaz de convencerme de cualquier cosa. Esa noche vimos dibujos animados hasta la medianoche y nos quedamos dormidos abrazados. Lo sentí taparme con el edredón, acomodó mi pelo hacia atrás y me besó el hombro. Fingí dormir, no abrí los ojos, no quería irrumpir la perfección de ese momento con mi consciencia.
Bordeando las dos de la mañana, tras casi dos horas de sueño ficticio, me levanté de puntitas como siempre hacía cuando quería sentirme suficientemente importante y caminé hacia la sala. Un vacío que ocupaba mi pecho y la parte alta de mi estómago me exigían buscar agua o aire o una salida. La ventana estaba abierta y entraba una corriente de aire frío. Me asomé y miré hacia abajo, la calle estaba vacía y en silencio, los geranios de la entrada se balanceaban de lado a lado. Un hombre cruzó la esquina. Aún tenía el mismo traje, pero ya no la nariz ni el maquillaje. Encendió un cigarro y formó aros de humo en el aire. Arrastraba los zapatos y cargaba una mochila encorvando la espalda.
- ¡Filósofo! - levanté la voz lo suficiente para que me oyera.
- ¡Flor cara! - respondió de inmediato.
Nuestros rostros cambiaron juntos y nos reímos. Él hizo una reverencia exagerada y siguió su camino.
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El amor en los tiempos del yoga
RomanceAriela tiene 27 años y en el medio de su divorcio empieza a practicar yoga. En ese mundo empezará poco a poco a enamorarse de tres hombres completamente diferentes. Una combinación de humor y romance que te hará querer saber que pasará en el próximo...