El viejo mar

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En las nevadas costas de Canadá, Fusi se despierta en una madrugada invernal para ir a pescar, al abrir los ojos observa su pequeño cuarto de madera partida, la chimenea está apagada y el calor se esparce al quitarse las cobijas. Pisa la alfombra fría, blanqueada ya por el constante uso. Se viste con ropa abrigada y sale de uno de las cuatro habitaciones que hay en la casa, uno ocupado por él, otro por su hija y su marido, las demás están llenas de nieve gris. Baja las escaleras que chillan en un canto desafinado, toma su abrigo impermeable y se lo pone antes de abrir la puerta para salir con los espíritus de hielo y oscuridad. Al salir, todas sus arrugas se congelan, no importa que esté bien abrigado, el frío lo pica como molestas agujas por todo el cuerpo. Agradece el tupido pelo gris que aún conserva en la cabeza.

Baja por la leve colina hacia el mar, Fusi levanta la vista hacia el horizonte más allá de las olas, el sol que apenas está saliendo marca levemente de rojo el hermoso paisaje azul. Fusi baja hacia su barco que es casi tan viejo como él, se sube y con ayuda del remo que sostiene con sus manos llenas de cicatrices, se aventura en las entrañas del monstruoso y dormido mar. Los huesos le duelen, los setenta años de uso se sienten, pero Fusi no para, sigue remando con el único remo que tiene. Le duelen las piernas, le duelen los brazos, le duele todo el cuerpo a causa del frío y del esfuerzo, pero él no para, esto lo ha hecho toda su vida y no piensa parar ahora, es el único momento del día en que realmente puede sonreír. Sus fuertes músculos continúan con la tarea hasta llegar a un buen lugar.

Toma las enredadas redes que avienta a las oscurecidas aguas, luego suelta carnada donde antes arrojó la red. Cuando el sol sube un poco y pierde su coloración y las aguas que siguen quietas han palidecido, el pescador saca su red para encontrar en ella un pequeño cardumen, no muy grande, pero suficiente para alimentar tres personas unos días. Lo pone al otro lado de su bote, lo cubre con una manta blanca y rema para regresar. El remo rompe el reflejo del cielo claro más de una vez, impulsando el deslizar del diminuto bote de madera bastante salada. Un barco mucho más grande se acerca por su espalda interrumpiendo la tranquilidad del paisaje con el rugido de su motor, se para al lado del pequeño bote con gran estruendo.

— Buenos días señor Grey —le grita uno de los jóvenes ocupantes mientras el ruido del motor se corta— ¿Qué hace tan temprano por estas aguas?

— Me dirijo a casa,  mi joven amigo.

— Aja. No estará usted pescando de nuevo ¿verdad?

— Me temo que yo ya no pesco, el trabajo es excesivo para mis viejos huesos.

— Entonces podría usted quitar la manta que tiene atrás.

— Por supuesto Supervisor.

Fusi Grey se gira sin levantarse, destapa la pesca para que lo vea el supervisor.

— ¿Me podría decir que es eso? —pregunta el joven con una mirada de superioridad.

— Es salmón, supervisor Brown, unos muy bellos si me permite decir. Me sorprende que usted no sepa.

— Muy gracioso señor Grey, pero sabe que es mi trabajo vigilar que viejaros como usted no anden pescando, y más si no cuentan con licencia. Ahora dime ¿Dónde los consiguió?

— Lo compré a muy buen precio.

— No es posible señor Grey, el mercado aún no abre a esta hora, ni decir que es un poco difícil ir en bote ya que esta tierra adentro y sin contar de qué va en una mala dirección, si es ya hizo la compra y vas de regreso a su casa.

— Como sabrá usted joven, ahí suelen elevar mucho los precios y nunca se sabe si son de mejor calidad. Prefiero comprarlos con un amigo, que por cierto, si tiene licencia.

De amor y otras muertesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora