Prólogo

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El principio del final

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Valle de Bravo, México.

Febrero 24

3:44 am

Él

El invierno no me favorecía, detestaba profundamente la sensación de mis huesos partiéndose y no podía aguardar por la llegada del estío. El frío me embestía la carne, fracturaba mis huesos sin la necesidad del rocé ni fuerza, las telas que llevaba por ropa no se apiadaban de mi, la luna me acosaba y el aire se llenaba de ansiedad, mi pies reconocían el camino, mi mente a duras penas procesaba los hechos.

Un par de tiendas, una farmacia, una coctelería, un parque: Kingston Upon Thames. 

Aquel sitio del cual provenía sin embargo nunca me dio la bienvenida.

Reconocía el lugar, prescindí del sueño, era consiente de ello en ese momento y aún así caí victima de mi propia mente tras escucharla llorando, su voz no era más elevada que el silencio que se levantaba entre nosotros.

—¿Ángel?—mis preguntas no la alcanzaban, mi cuerpo no era suficiente.

De todos los miedos, 

la cura.

De todas las preguntas, 

la respuesta.

De todas las ganas,

eso: las ganas.

Volé, la carretera no era impedimento contra mis ganas, me desgastaría las pantorrillas, dejaría que el frío y la adrenalina me dejaran los pulmones en carne viva, la atraparía, la alcanzaría, le salvaría así fuera en sueños. Gire para encarar la avenida esperando verla en aquel puente como hace treinta y tres sueños atrás, esperaba encontrarme con su figura pendida al vacío en aquel puente, la luna era tan grande que parecía querer estrellarse contra el pavimento, un parpadeo de distancia y me vi a mi mismo fuera de mi cuerpo, era quien llevaba mi nombre y mi cuerpo, me desconocí. Sentado en una ostentosa silla de rey con cojines de terciopelo rojo, llevaba un galano traje en color vino tinto hecho a la medida, sobre mi cabeza y apenas asomando parte de mi cabello la corona de la realeza de Londres rota, parte de la punta de la cruz se encontraba faltante, sangre bajaba del interior de la misma llenándome la frente me hacía entrecerrar los ojos conforme corría por mi piel.

Llevaba los ojos de un loco, del cielo del estudio, repleto de oscuridad comenzaron a llover plumas largas y blancas, incompletas y suaves como las de un ángel, mi vista se desvió unos instantes del completo desconocido para enfocarse en indagar de donde venían tan ostentosos cuerpos plumiferos. 

—¡Tú no eres quien dices ser! — le escuché toser una queja, no tenía cuerpo sin embargo todos mis sentidos se amañaron en encontrarla—. ¿Quién eres?

El suelo estaba cubierto de barro y plumas, en la entrada, cerca de las escaleras, estaba West con las ropas que llevaba puestas el día que la deje atrás, encima suyo y sin quitarse la corona estaba esa versión mía, hendía sus dedos en el cuello de esta, cortándole el paso del aire y la vida.

Ella no luchaba,

 prefería morir antes de replicar el daño.

—No...Suéltala... —supliqué sin voz, sin cuerpo, preso del llanto, sus pies se movían nerviosos, sus intentos por respirar eran casi nulos— por favor suéltala. 

Los ojos de West comenzaron a tintarse de rojo, dándole paso al hiposfagma, me imagine a mi mismo dándome muerte; imaginé desesperado un cuchillo atravesándome el corazón, rajándome el cuello, sacándome de encima suyo; ser fantasma jamás me había costado tanto, en cuanto más intentara acabar con su vida, éste enemigo tan bien conocido fruncia su fuerza sobre ella, sobrehumano, me quedé estático viendo como mis propias manos le daban muerte.

—Te amo. —le dije aquella chica que ya llevaba una herida en la mejilla y los ojos en cada vez más apagados, sintiéndome inmensamente pequeño e incapaz de poder pronunciar otra palabra que no fuera su nombre por el resto de la eternidad, en mi mente estaba de rodillas a su lado—. Lo siento, yo...—no tenía manos para ocultar la cara, ni la pena— te amo tanto.

Las promesas que le hice se me clavaban en los pulmones como aquellas plumas en la espalda.

—Yo no lamento nada. —su voz surco el aire y mi cuerpo débil como una extraña melodía, no le quedaban muchos suspiros—Te am...

Me había escuchado, me había atravesado. Falleció antes de terminar de poder terminar la frase, la cabeza me martilleaba presa del pánico, aquel enemigo tan bien conocido comenzó a soltar sus asquerosas manos de su impávido cuerpo, poniéndose asimismo en pie lo imité en el acto, mis ojos se encontraron con los suyos.

—Todo este tiempo...el traidor... el peor de mis enemigos...—lo acusé, la sangre que le bajaba del interior de la corona le cubría parte del rostro rabioso.

—Haz sido tú—declaro.

Cuánta razón tenía, 

el culpable de mis males, 

el dueño del cuchillo era mismo que el que llevaba las cicatrices,

del otro lado de la espada no había una pared sino otro cuerpo,

el mismo que me cobraba las sonrisas atreves del espejo en las mañanas, 

me devolvía la miraba, jugaba a inocente y se limpiaba las manos entre las ropas,

el gusano que carcomería mi cuerpo inerte sería el mismo pisaba a los seis.

Me miro como si yo mismo hubiera matado a West, sus labios no pronunciaron palabra alguna y aún así lo comprendí entre los temblores de su furia y mi miedo.

Yo 

era

mi 

propio 

enemigo

ella, era las bombas inglesas en la noche glaciar.

Daban muerte entre sueños para no sosegar el dolor.

Daban muerte entre sueños para no sosegar el dolor

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Redifícame: El Arte Supremo De La Guerra   [Tom Holland y tú] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora