Capítulo 29

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Las persianas del corazón

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Ella

Kingston Upon Thames, Surrey.

12: 23 AM

Un latido después me encontraba en el ascensor reducido y elegante con brillante piso negro y espejos a mi alrededor con dos tipos cuyos rostros jamás había visto en mi vida y que jamás volvería a ver. El pulso me latía en las yemas de mis dedos, húmedos por detener el flujo de la sangre y guardar el espectáculo sanguinolento para Dante. Intentaba sobornar a Dante con la sangre que emanaba de mi cuerpo y las mentiras que maquinaba mi cabeza, era aquel intento desesperado por proteger al castaño, era el puro instinto animal por salvarlo y con el peso de su vida proteger la mía. Lo comprendí al llegar al tercer piso, sin él en este mundo yo no sería capaz de existir. No era tan valiente.

—¿Estás armada?—me preguntó uno de los dos hombres de hombros anchos y cejas tupidas, sus ojos me repasaron, deteniéndose en el yeso y la sangre que caía a mis zapatos—. Da igual—. Se rindió, no importaba si tenía un cuchillo oculto entre las ropas, no tenía ni la fuerza ni la altura para usarlo.

El ascensor se detuvo en el piso cinco, el sudor frío me recorrió la espalda centimetro a centimetro, una inquietud me lleno la boca cuando sentí como los dos hombre posaron sus manos en mis brazos, atrapandome entre sus cuerpos para obligarme a salir y caminar por el pasillo reluciente con paredes arena y elegantes puertas caoba. Ahí mi libre albedrío fue pausado, Tom nunca hacía uso de fuerza para llevar mi cuerpo de un lado a otro, no le hacía falta, con su mirada marcaba el camino claro que cualquiera debía seguir y hay de aquel que se atreviera a desobedecer.

—Espera aquí—me ladró el hombre a mi izquierda, soltándome del brazo hasta que sentí que podía volver a tocar el suelo y recuperar mi cuerpo, se alejó unos cuantos pasos y sentí nuevamente el peso de sus ojos sobre mi espalda—. Señor, ya ha llegado.

Tenía un acento peculiar que solo había escuchado en Tom cuando hablaba su italiano pulido, religioso y desbordando en un acento nativo. Había notado horas atrás que Dante y su gente provenían de Italia y por el mismo motivo tenían un acento tan peculiar en el cual las palabras más similares en español e italiano solían confundirse y escaparse de sus labios.

—Entra—habló con dureza, el chico a mi izquierda abrió la puerta con una tarjeta en llave y me empujó dentro de la habitación para cerrar con la misma rapidez detrás mío.

La habitación no era menos elegante que el resto del lugar, el suelo era de un brillante blanco, las paredes tenían un color aperlado precioso con un elegante zoclo negro y sobre de las mismas descansaban auténticas obras de arte; tenía dos juegos de cortinas sobre un ventanal que le dejaba vista a la ciudad y una cama enorme con sábanas suaves en un reluciente blanco. Dante ya me estaba esperando sentado en un sillón oscuro en el medio de la habitación, cerca de la ventana, tenía un martini entre las manos, la camisa desabotonada y los ojos juguetones puestos en mí. «Este es él mejor día de su vida, y para mí es el día en el que me deshaga de él».

Redifícame: El Arte Supremo De La Guerra   [Tom Holland y tú] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora