🔯 IX. Caleidoscopio de mariposas 🔯

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TIMOTHÉE

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TIMOTHÉE


No terminé de entenderlo, mucho menos Eira lo hizo, y como es que Paimon se atrevió a romper el trato. El secreto se desveló y para ella ya no era más aquel ángel guardián. Me miraba con miedo y rabia en los ojos.

En este instante traté de volverme bruscamente hacia el aposento del galardonado demonio y, sorprendido por mi aparición, me sonrió de lado justo como cualquier persona normal lo haría en su lugar. Me dirigí a grandes zancadas y no tuve tiempo de pensar. Esperaba que él comenzara a hacer lo mismo, pero se mantuvo en su lugar, así que yo me arriesgué lo suficiente.

—¿Qué planeas con traerla hasta aquí? —mascullé derribándolo fuerte contra una cantonera y me propinó con el mismo golpe haciéndome volar hacia el otro extremo de la habitación. La sangre tiñó mi piel, debido a que los cristales quedaron ensartados en mis manos y él apenas tenía una leve contusión. Después de aquel éxodo se había vuelto más fuerte y era la primera vez que lo había desafiado entre ataques.

—No vuelvas a hacerlo porque entonces acabaré contigo y esta vez para siempre —Su voz era algo despiadada y un color rojo carmín se avistó en sus ojos como si el volcán estuviera a punto de entrar en erupción.

—¡Haz lo que quieras!

No me importó, solo tenía la sensación oscura de querer golpearlo de nuevo y demostrarle lo mucho que me encolerizaba ser su vasallo. De inmediato, me puse de pie bajo la mirada de Paimon y mi alma se sentía desértica. Por un instante pensé en asumir las consecuencias y meterle un puñal por la espalda.

—No sabes lo que pides —agarró un cortaplumas de su mesita y levantó la vista hacia a mí con diversión.

—¡Úsalo conmigo!

Entrecerré mis ojos provocándolo y le sonreí sin mostrar mis dientes para abreviar su festín conmigo. Le complacía la masacre aun cuando se debía a la deslealtad y apostaba por seguir las artes oscuras de la Legión ardiente.

—Para matarte primero tengo que hacerte sufrir.

—¡Adelante! —insistí para que lo hiciera.

—No me hagas perder la paciencia.

Resopló tratando de aprobarlo y un feroz demonio resurgía muy dentro de él quien me observaba de reojo.

—No dejes escapar esta oport...

La frase quedó en el aire cuando sentí la pulcritud del cortaplumas atravesar mi abdomen y mis ojos saliendo de sus órbitas. La sangre se esparció por el tafetán de mi camiseta abotonada y hacía destacar mi respiración mortecina.

Sentí que cada segundo que pasaba escocía más la herida y esperé que comenzara a arrancarme el corazón. Sin embargo, no lo hizo, se quedó quieto viendo como me revolvía y básicamente quería eso: verme sufrir.

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