Se llamaba Olga.
Y había metido apresuradamente su vida en una maleta. El recuento se reducía a todas sus pastillas y un par de mudas. Atrás quedaba su hogar, la tierra de girasoles y cielo azul que la había visto nacer y crecer, enamorarse por primera vez, casarse, ser madre y criar a sus hijas.
A la edad en que le tocaría disfrutar de sus nietos se habían derrumbado los cimientos de su mundo y todo lo que le quedaba era aquella maleta, sus hijas y el pasto del recuerdo. También un mar de incertidumbre. No sabía si volvería alguna vez a casa o si tendría casa a la que volver.
Pero nadie adivinaría la procesionaria que le carcomía el tronco de su fe, sentada en la silla de consulta con entereza de matriarca. Al menos hasta que las lágrimas amenazaban con desbordarse y ella se empeñaba en contenerlas como si sus pestañas fueran un dique para embalsar su dolor.
Nos separaba un escritorio y un idioma extranjero. Nos unía el delgado hilo de una traductora al otro lado del teléfono.
No supe consolarla. No tenía palabras, no tenía su lengua, ni su tierra arrasada por la guerra.
Tal vez debí volcar el escritorio, tirar el teléfono y la bata blanca y darle un abrazo, olvidando todo, renunciando a todo salvo a la humanidad.
Quizás debí recordar que los gestos son el idioma más universal de todos.
Es una lección que me queda pendiente.
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Divagando por la vida
Non-FictionEsto no es una novela. No cuenta una historia. Podrías decir que es un diario, pero tampoco. Ya que no va a ser diario sino ciento-en-ventario (quien me conoce sabe que me disperso con facilidad). Es como, el título bien define, un cúmulo de mis div...