Capítulo 6

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Los ruidos en la cocina me despertaron. Parpadeé un par de veces hasta abrir los ojos correctamente. Extendí mi mano y tomé mi celular. Marcaba casi las nueve de la mañana. Era raro que Marlena despertara a esta hora, lo más probable es que estuviera despierta hace tres o cuatro horas. Decidí no interrumpir su hiperactividad y por mi parte seguir durmiendo.

Con el correr de los minutos el ruido en la cocina aumentaba, no era mucho si lo pienso con mi situación actual, pero si que lo era a mis veinte años. Me dí la vuelta y volví a tratar de conciliar el sueño. Cuando el ruido cesó, sonreí. A los minutos escuché sus silenciosos pasos hacia la habitación. Siempre recuerdo con ternura las pisadas de mi angel.

Tenía los pies pequeños, delicados. Era algo de lo que siempre se había avergonzado, me parecía extremadamente dulce. Odiaba el verano, porque aborrecía las sandalias o cualquier otro tipo de calzado abierto que los enseñara.

Abrió la puerta y yo me dí la vuelta en la cama para mirarla. Le dí una sonrisa dormida y ella bufó. Dejó una bandeja sobre la cama y prendió la luz de techo. Gruñí ante su acción y ella se sentó a mi lado.

Buen día, Marle. ¿Qué es todo esto, princesa?

¿Cómo "qué es", Damiano?

Sí, nena, ¿Por qué un desayuno?

Damiano, es nuestro aniversario. —Fruncí el ceño.

No lo es, es diciembre.

No, Damia. Hoy es 11 de febrero.

Marlena, hoy es 15 de diciembre, mi vida. —La tomé de las mejillas. —Cumplimos dos años en febrero, ¿Recuerdas que te tatué...? —No contestó. —Te tatué la tacita de té en tu brazo. Me pediste que la dibujara y que te la tatuara. Recuerdo su cara confundida mirando su brazo por unos segundos.

¿Qué te regalé?

Un desayuno, además me diste café. Marlena suspiró. —Te diré más, fuimos al parque, te subiste al carrusel... y yo te seguí. Dije con una sonrisa tierna. Ví sus ojos llorosos, haciéndome sentir algo culpable por sus lagrimas. Aunque un poco también por las mías. —Te subiste a un caballito de color azul. Estabas exageradamente feliz. Tanto que no podías hablar. La pelirroja se aferró a mí, y mientras acariciaba su cabello me permití llorar. Durante esos meses aprendí a permitirme hacerlo sin fingir que en realidad las lagrimas no corrían por mis mejillas. Llorar por sufrir, llorar por alegría, llorar por miedo, llorar por Marlena, llorarle y llorarla. Llorar da miedo al principio. Siempre lo da, pero te acostumbras. —Sólo reías. Los niños y sus padres comenzaron a irse porque les empezamos a molestar. La voz me flaqueó. Casi me abandonó. —Nos quedamos hasta casi medianoche. Te pusiste un vestido demasiado ligero para febrero pero llevabas chaqueta, así que no te tuve que prestar la mía. Sus lagrimas ya habían mojado mi pecho por completo, pero no me pedía que parase. Así que seguí. Seguí fijando ese recuerdo en mi mente para ella, en voz alta. —Era blanco, recuerdo haberme sorprendido, no era un color que esperaba que eligieras. Esperaba rojo, negro, azul, o incluso rosa, pero no blanco. Creo que es muy tú. Tú eres blanca, Marle. Hice una pausa para respirar, el cigarrillo me iba matando poco a poco. Aunque en parte eso quería, quería morirme para no sufrirla. Pero también quería vivir para cuidarla. Era mi rol, siempre lo había sido. Yo cuidaba de mi hermano mayor. Yo cuidaba de Vic cuando volvía borracha. Yo cuidaba de Ethan en la ciudad. Yo cuidaba de los pasos torpes de Thomas. Cuidé a Gio cada vez que la endometriosis la dejaba tirada del dolor. Siempre, siempre cuidé de Marlena. Cada tropezón, cada chaqueta olvidada, cada comida, cada ataque. Con cada pequeño detalle yo le estaba cubriendo la espalda. Me dolió no poderla cuidar de su propia enfermedad. Porque eso era el puto alzheimer, una enfermedad que me arrebató a Marlena. Mi ángel. Mi musa. Mi Marlena.

Las lagrimas mancharon la hoja, otra vez. Miré el reloj. Son las tres de la mañana, otra vez.

Duerme. Asentí y dejé el cuaderno sobre la mesa. —¿Qué estabas haciendo?

Estoy bien.

Estás llorando.

Déjame dormir por favor. Asintió y se retiró. A veces notaba sus gestos, aun a día de hoy. Caminé hasta el final del pasillo y entreabrí la última puerta. Sonreí al verla. A veces era todo lo que valía la pena.

Volví al escritorio y prendí la lampara nuevamente. Observé hacia el pasillo, sólo me acompañaba la poca luz. Tomé mi pluma muevamente. "Ve a dormir, lo necesitas" murmuró su voz ya algo molesta detrás de mí. Ignoré su llamado completamente. No me importa la hora, no me importa nada más que mis hojas.

Perdón.

No me tienes que pedir perdón, tú no tienes la culpa.

Lo olvidé, gatito. Lo planeé todo, y el vestido que elegí es blanco de hecho.

¿Cómo es?

Es de algodón, con varias capaz en la falda.

Entonces compraste el mismo. Pasó sus manos por su rostro.

La madre que me parió.

Puedes venderlo, o quedártelo si quieres. Me quedé con el vestido de diciembre. Entre nosotros se instaló un silencio que duró algunos segundos. Continuaba acariciando su cabello de forma tranquila. —También te regalé tu libro clásico favorito. Una edición especial de tapa dura y con las orillas de las hojas doradas. Sentí como su respiración se cortaba.

Necesito hablar con la banda.

Está bien, son tus amigos también.

¿Los ensayos?

No puedo hacer nada contigo así.

Perdón.

Deja de pedirme perdón. Acomodé su cabello detrás de su oreja.

Está bien.

Te amo, mi ángel.

Yo te amo más, gatito.

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