Ilíada - 05.

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A M O R   D E   M I   V I D A

Ariadne.

—¿Helena? —mis ojos viajan al hombre de mi costado que parece de papel.

Era como si hubiera visto a un fantasma.

—Paris —susurra ella, bajando del caballo.

La multitud empezó a dispersarse cuando los soldados de Paris los empujaban con sus espadas. 

Entonces el discurso del príncipe sobre la mujer que fue el amor de su vida cobra sentido. Helena se encuentra delante de mis ojos abrazando al que iba a ser mi prometido. Ella tiene entre sus manos el rostro de su ex amor, quien la mira con devoción, como si fuera lo único y sagrado que existiera en el mundo.  

Él la mira como Harry me miraba.

Ellos se amaban.

Y yo sobraba aquí.

—Helena —nuevamente oigo. Paris toma sus manos y las baja, dejándolas caer. —Tengo que presentarte a mi prometida.

Mis ojos se abren cuando la rubia me mira. Quizá con odio. Me siento tan insignificante ante esta mujer increíblemente hermosa. Sus ojos parecen estrellas y sus facciones  son finas, hechas con sumo cuidado.

—¿Prometida? —dice alejándose de él. —¿Te vas a casar con ella?

El hombre seguro y amable que conocí parece haberse quedado sin palabra alguna, ya que se silencia y baja la mirada hacia sus pies.

—No estamos comprometidos —suelto y ambos me miran otra vez. No puedo mentirle, porque si me reencontrara con Harry después de mucho tiempo y supiera que el se va a casar con otra mujer, tendría el corazón roto.

Siento que estorbo y decido salir de ahí. Dejando a los amantes resolver sus problemas.

.

.

.

—¿Ariadne? —volteo cuando oigo la voz conocida para mis oídos.

Paris luce sin brillo y, me atrevería a decir, débil ante mí. No sé a qué punto llegó su conversación con Helena y no sé qué tanto se encuentre afectado. 

Ponerme en su lugar hace que la piel se me erice, porque nunca hubiera tenido el valor de presentarlo como mi prometido ante Harry, porque nunca hubiera mentido y porque me hubiera lanzado a los brazos del amor de mi vida sin duda alguna.

—¿Qué ocurre? 

El príncipe ya no tiene soldados detrás de él. Su capa cuelga de uno de sus hombros y su espada no brilla con el poco, casi escaso, sol. Sus rulos están aplastados por un poco de sudor y su mirada está puesta en mi.

—Lo lamento —es todo lo que dice cuando se acerca hacia mí.

En silencio, se sienta sobre las piedras frente al río. Sin saber muy bien que hacer, me siento a su lado y cierro los ojos.

Pero los abrí al segundo.

Porque mi lindo Dios del Sol y todos los momentos que pasamos, por años, juntos precisamente en este lugar, aparecieron en mi mente.

—¿La amas? —me atrevo a decir.

Su mirada está puesta en el horizonte. 

—Más de lo que quisiera admitir.

Y siento un dolorcito en el pecho. 

—¿Entonces qué haces aquí conmigo y no con ella? —le cuestiono, logrando hacerlo girar hacia mí.

Apolo [H.S]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora