Capítulo 9

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CAPÍTULO 9

Asius aún permanecía de pie mucho después de que el último de los asistentes se hubiese ido.

Se forzaba a sí mismo a acudir a aquel lugar con cierta frecuencia. Siempre lo hacía él solo, para reflexionar sobre qué les había llevado a construir el mayor símbolo de respeto y vergüenza en toda su historia. Se trataba de un lugar habitual para los mortales, pero insólito para todos ellos. Por muchos milenios que pasaran nunca se acostumbraría a tenerlo en su mundo. Su construcción marcó uno de los hitos más significativos y tristes de su extensa historia. La abrumadora sensación de dolor que siempre le atenazaba la garganta cuando estaba allí, no le permitía siquiera recordar qué había antes en aquella ubicación. Fuera lo que fuese tuvo que dejar paso al peor de los templos que un inmortal podía concebir: el Cementerio.

Su nacimiento tuvo lugar al finalizar la Guerra, cuando surgió la sobrecogedora necesidad de hacer frente a la muerte.

Pero no era la reflexión lo que había empujado a Asius a volver al Cementerio en esta ocasión. Fue la celebración del funeral de dos de los suyos. Acababan de dejar a Edmon, y al Corredor que tomó parte en la caza de Raven, descansando entre los demás fallecidos. El pensamiento de que se le acababa de negar la eternidad a alguien destinado a ella le hizo estremecer una vez más. No debería haber ocurrido algo así. Ya pagaron con creces hace mucho tiempo.

A pesar de haber asistido con regularidad a lo largo de los milenios, Asius estuvo convencido de que no volvería a participar en un funeral. La Guerra concluyó y se tomaron las medidas oportunas para que nada semejante fuera posible en el futuro. De hecho, la muerte no se había atrevido a extender de nuevo su negra ala sobre ninguno de ellos durante un periodo de tiempo tan grande que era difícil de calcular. Entonces vino la Onda, y con ella tantos cambios inexplicables, todos para peor. Y ahora, la muerte les visitaba una vez más de una manera que jamás había empleado anteriormente: de manos de un Menor. A Edmon no le mató otro inmortal, como al resto de los pobladores del Cementerio. Edmon era el primero en solicitar una plaza en aquel terrible sitio por cortesía de un Humano.

-Debemos irnos, Asius. -La voz de Naela le sacó de su ensimismamiento; creía que estaba solo. Se giró y vio a la Consejera acercándose a él con su melena castaña flotando sobre los hombros-. La Junta va a comenzar y no querrás llegar tarde siendo tú el convocante.

Efectivamente, Asius no quería llegar tarde. Los asuntos que presentaría al Consejo no podían esperar y tenía que imprimirles la debida importancia para que esta vez no los desestimasen. Dedicó a Edmon un último pensamiento y se fue con Naela.

La Cámara del Consejo estaba situada en la quinta esfera del Nido. Cuando Asius y Naela llegaron a la antecámara, los otros cinco Consejeros ya estaban allí. Las inmensas puertas de la Cámara permanecían cerradas señalando que los tres Justos aún no se encontraban en su interior. No habían llegado tarde. Las Juntas nunca empezaban sin la presencia de los tres Justos, que eran los cargos más altos en su sociedad, pues únicamente el Viejo estaba por encima de ellos. Aunque sí había antecedentes de Juntas iniciadas y concluidas sin contar con uno o varios de los siete Consejeros.

Asius intercambió saludos y alguna que otra palabra con los demás Consejeros, consciente de que todos estaban pendientes de él. Era la sexta vez, desde la Onda, que el Consejo se reunía, y, por tanto, la sexta vez desde que el Viejo había desaparecido. Lo inusual de aquella Junta, no obstante, era que había sido convocada con carácter extraordinario por primera vez desde la Guerra. Y Asius era el responsable de la convocatoria.

Las puertas de la Cámara se abrieron con un suave murmullo y los Consejeros ocuparon sus respectivos asientos.

La Cámara era una sala amplia de forma ovalada, sin techo. Su pared era del blanco más puro imaginable y ningún adorno interfería en su extraordinaria sencillez. Nada debía desviar la atención de sus ocupantes. Varias antorchas ardían perpetuamente con un fuego silencioso y anaranjado, extendiéndose desde las paredes como brazos que formaban parte de un todo. Ningún sonido tenía cabida en los confines de la ovalada estancia salvo las voces de los Consejeros, de los Justos y, naturalmente, del Viejo. En las excepcionales ocasiones en que se requería el testimonio de alguien ajeno al Consejo, era necesario que luciera un collar especial alrededor de su cuello para que su voz fuese audible en la Cámara. Este artefacto sólo podía ser activado por alguno de los Justos, o por el mismísimo Viejo, y aun así el invitado sólo tenía acceso a su propia voz mientras estaba en el interior de un círculo de runas grabadas en el suelo.

La Guerra de los CielosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora