CAPÍTULO 12
Ni una sola ventana por la que se pudiese derramar algo de luz natural se podía encontrar en la habitación. El único hueco que había en las formidables paredes de hormigón, situado a la altura del techo, consistía en un estrecho conducto destinado a la ventilación por el que un gato gordo hubiera experimentado dificultades al pasar. Tampoco había ninguna lámpara, plafón u objeto que emitiese luz alguna, a excepción de cuatro velas. No era de extrañar que el aire estuviera cargado y que la atmósfera adoleciese de las incomodidades propias de una luz demasiado tenue.
El mobiliario era tan escaso como el alumbrado, en consonancia con lo que Raven identificó, a los pocos minutos de que Nilia le dejara allí encerrado, como su celda personal. Había un baño, una cama en una de las esquinas, una mesa con dos sillas plegables y cuatro candelabros de un metro de altura. Eso era todo lo que se podía encontrar en los quince metros cuadrados donde llevaba recluido casi tres días.
Al principio temió quedarse totalmente a oscuras cuando las velas se consumiesen, pero descubrió con gran asombro, y una cierta dosis de alivio, que nunca se gastaban: la cera seguía ardiendo, ajena al lento transcurso del tiempo.
El anhelo de libertad, que todo recluso experimenta, alcanzó cotas insospechadas en su mente cuando las especulaciones, a las que inevitablemente se dedicó, dieron forma a una complicada trama según la cual Nilia estaba negociando con Diago un precio por su cabeza.
-Tú dame lo que te pido -decía la Nilia generada por su imaginación- y te entregaré al Menor. Le conté cuatro estupideces y le encerré en un cuarto oscuro.
Luego Diago dejaba escapar una carcajada siniestra y los dos se daban la mano.
No fue la única posibilidad que sopesó su atormentada cabeza, pero fue la que más contribuyó a que hiciera lo imposible por escapar de su prisión. La puerta no se podía abrir. Lo intentó de varias maneras pero fue en vano. Empujó con su hombro para tantear sus posibilidades, las cuales, advirtió, eran muy escasas. El siguiente intento pasó por golpearla con uno de los candelabros después de dejar cuidadosamente la vela sobre la mesa. Por último, arremetió contra ella utilizando la cama como ariete. Aquella maldita puerta no cedió ni un milímetro.
Fue entonces, tras comprender que aguantaría sin problemas sus ridículos intentos y tras obsequiarle una patada en señal de frustración que le dolió más de lo que había previsto, cuando le asaltó la peor idea que pudo haber tenido.
Con una reciente determinación producto de una falsa esperanza, y desatendiendo lo que Nilia le había contado sobre cómo Diago le había hallado en anteriores ocasiones, Raven puso la mano abierta sobre la puerta y se concentró.
La extraña energía que le permitía realizar cosas que desafiaban los límites de lo posible, como curar su cuerpo o fundir barrotes, empezó a manar de su interior. Y prácticamente en el mismo instante, el brazalete que rodeaba su muñeca se iluminó con un resplandor azulado. Un brutal calambre recorrió su cuerpo, proporcionándole todo lujo de convulsiones y espasmos. Salió despedido hacia atrás y cayó al suelo sobre su espalda.
Cuando se despertó habían pasado varias horas, tenía el brazo dolorido y su situación no había mejorado, salvo porque ahora sabía qué hacer en caso de no poder conciliar el sueño.
Las horas siguientes transcurrieron tan despacio que Raven se preguntó si el tiempo retrocedía en lugar de avanzar. La desesperación crecía en su interior, arrinconando cada vez más al resto de sus emociones. Resignado a permanecer allí hasta que Nilia volviera, se preguntó qué sería lo primero que le diría y cuál sería la actitud de ella. Una disculpa por su parte, debidamente acompañada de una explicación coherente, era lo único concebible. Pero, ¿cómo reaccionaría él? Una parte de su ser abogaba por una queja en toda regla que reflejase contundentemente su indignación por el prolongado encierro. Otra parte, que le había sido desconocida hasta la primera vez que vio a Nilia, insistía obstinadamente en que sería del todo incapaz de enojarse con ella. Era la parte que se había encendido cuando contempló sobrecogido la perfección de su rostro. Algo ardió en su interior llenando de calor todo su ser. Se preguntó brevemente por qué no había sentido nada semejante por otra mujer. A esa pregunta le sucedió el pensamiento de que no era probable que no hubiera estado nunca con una mujer, y que era posible que tuviese familia en alguna parte.
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La Guerra de los Cielos
FantasyLa guerra más antigua y devastadora de la existencia ha encontrado el modo de continuar, de extenderse por toda la creación. El Cielo y el Infierno ya no son los únicos escenarios para este terrible conflicto. Comenzó cuando el planeta se estremeci...