Capítulo 21

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CAPÍTULO 21



El señor Harvie estaba descubriendo en ese preciso momento, bajo las sábanas de una cama en una habitación de un oscuro motel, hasta qué punto su secretaria era leal a la empresa, al tiempo que la señora Harvie se impacientaba en su lujosa casa de dos pisos y lanzaba miradas frenéticas a su reloj y a la cena que con tanto esmero había preparado y que hacía ya diez minutos que se había quedado fría.

A varias manzanas de allí, un padre le pegaba una sonora bofetada a su hijo por haberse acercado demasiado a la Niebla de Hyde Park, mientras un tipo sin escrúpulos aprovechaba la ocasión para llevarse el coche que el preocupado progenitor había dejado en marcha al encontrar a su hijo en la calle y decidir inculcarle el respeto por los mayores mediante un rápido movimiento de su mano derecha.

En la otra punta de la ciudad, Gordon y Nathan discutían acaloradamente sobre la conveniencia de reforzar las fronteras con el Norte ante la poco satisfactoria visita a Londres que su embajador había realizado.

Lo que todas estas personas, y otros tantos miles, tenían en común, aparte de vivir en Londres, era que dejaron inmediatamente sus respectivas actividades en el mismo instante para salir a la calle y presenciar uno de los sucesos más increíbles de su vida desde la Onda. Ocurrió cuando un atronador temblor atravesó la ciudad. Las vibraciones se propagaron a través del suelo como ondas sobre la superficie del agua.

Empezó de un modo suave y sutil, y fue ganando intensidad pausadamente. Los primeros en percibirlo fueron los animales. Nubes de aves surcaron los cielos, ocultando la luna llena con un manto de alas. Traicionadas por su sentido de la orientación, realizaban cambios bruscos de dirección y chocaban entre ellas. Los perros tampoco se abstuvieron de manifestar un comportamiento insólito. Se lanzaron a las calles y sus aullidos hicieron añicos el silencio de la noche. Los gatos corrieron despavoridos con sus lomos erizados, saltando entre los coches y contribuyendo al caos general. Algunas zonas de las cloacas y de la red de Metro se inundaron de ríos de ratas que discurrían alocadamente entre chillidos causando una gran consternación en los sombríos moradores de la ciudad subterránea de Londres.

Poco después, los temblores alcanzaron el umbral de percepción humano, y fue a partir de ese momento cuando la locura empezó a extenderse por la ciudad como un virus. Las crecientes palpitaciones del suelo provocaron que un altísimo número de cabezas se inclinaran hacia abajo al unísono, los viandantes se vieron obligados a adoptar extrañas posturas con el fin de conservar el equilibrio y las pocas personas que a esas alturas aún no eran conscientes de que algo inaudito estaba sucediendo sufrieron un sobresalto considerable al ver su entorno temblar. En algunas localizaciones determinadas de la ciudad, donde el fenómeno se manifestaba con mayor ímpetu, los muebles llegaron a moverse de tal manera que los atónitos espectadores esperaban descubrir en cualquier momento a un ser invisible que los estuviera empujando. Las sillas botaban sobre el suelo y las mesas se desplazaban hasta topar con algo que las frenase. En un área mucho mayor, aunque sin llegar a abarcar toda la ciudad, se sucedieron caídas de todo tipo de objetos. Los inexplicables temblores no se contentaron con tan poca cosa y se extendieron por paredes y techos hasta cubrir edificios enteros. Las estanterías empujaron lo que hasta entonces sostenían sobre ellas, las paredes se deshicieron de cuadros, espejos y otros adornos, y los techos arrojaron lámparas y bombillas.

Todo iba acompañado de un estruendo que fue aumentando gradualmente, acompasado con el ritmo de las vibraciones.

En su inmensa mayoría, los ciudadanos extrajeron la conclusión más lógica e intuitiva que sus mentes, asaltadas por el pánico, les ofrecieron para explicar lo que estaba sucediendo: se había desatado un terremoto en medio de Londres. Obrando en consecuencia, muchos reaccionaron como cabía esperar. Buscaron protección bajo mesas o puertas desencajadas, aunque el colectivo general sucumbió al miedo. La gente salió a las calles fuera de control, imitando inconscientemente el patrón de conducta expuesto anteriormente por los animales. La preocupación por sus vidas y las de sus seres queridos les empujaba inevitablemente a actuar de manera impulsiva, relegando el raciocinio a un segundo o tercer plano.

La Guerra de los CielosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora