En completo desorden

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    PAULA

Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Demasiadas, desde la visita sorpresa de Marcos. Desde que descubrió nuestra foto de aquellos tiempos felices donde el amor de mi vida seguía respirando y éramos felices. Marcos quería saber demasiado. Preguntas que no estoy dispuesta todavía a responder, y no sé si algún día lo haré. ¡Demasiada curiosidad para el poco tiempo que nos conocemos! Tampoco sé por cuánto tiempo querré retenerlo en el descansillo personal indecisa de si dejarlo entrar en mi vida. Como quien se queda en el limbo, o en el purgatorio incapaz de ascender o descender definitivamente. Ahí se queda por ahora él. Ha olvidado esa línea que tracé entre ambas y que le dije que no rebasara. Ya sabe que no puedo darle lo que desea. Ni aunque me esforzara. Ella no es mi tipo. Nadie es mi tipo en este momento. Estoy en esa pausa personal que preferiría mantener hasta que supiera qué quiero hacer con mi vida. Me molesta que se vuelva un ave rapaz dispuesta a conservar la vida de su polluelo a costa de quien sea, un polluelo que terminará por devorar. Solo pensarlo se me pone la piel de gallina. Pero no porque la desee.

    —¿Puedes pasarme ese macetero de ahí? He olvidado su código. Y tú lo tienes más cerca.

    —Tampoco es que lo tengas demasiado lejos —protesto porque es verdad. Y ambas estamos a mitad camino del objeto en cuestión, detrás del mostrador.

    Niega observándome con decepción.

    —¿Tienes miedo de una boyera, acaso? —susurra con retintín. Dudo que se lo haya hecho saber a mi tía Rosa. A ver, que no me importa su vida mientras respete la opinión o deseos del resto del mundo. Pero parece ser que no quiere que se entere cuando ha bajado tantos tonos el volumen de su voz, casi bisbiseando. Como si todavía mantuviera en secreto que le gustan las mujeres.

    —¡No digas chorradas! No es eso —protesto, arrugando el ceño.

    —Ya... ¡Claro! Es como si, desde que conoces mis sentimientos, me tuvieras respeto. Miedo. No sé... asco.

    Niego enfadada.

    —He dejado claro lo que quiero. Lo que somos tú y yo. Fin de la conversación, pues.

    Se acerca a mí decidida. En realidad estamos a pocos pasos. Va a colocar un mechón detrás de la oreja pero me aparto.

    —¿Por qué te resistes? ¿Por qué no me dejas que te demuestre cuán cálida y maravillosa puedo ser? —murmura tocando con disimulo mi muslo. Al fin y al cabo, esta parte de nuestros cuerpos queda escondido detrás del mostrador. Tía Rosa no lo ve.

    —¡Quieres parar! ¡Te estás pasando de la raya! —le advierto, irascible.

    Sonríe con malicia. A mí no me hace ni pizca de gracias, desde luego.

    —¡No te pases! —la señalo, siseando entre dientes la orden. Pero ella sigue mostrando esa sonrisa revoltosa que me está causando grima.

    Mi tía nos descubre discutiendo. Pone los ojos en blanco, dispuesta a echarnos la reprimenda por discutir en vez de trabajar. Un cliente rompe el momento tenso que se iba a formar. Así que tía Rosa se dispone a atenderlo y nos libramos de una buena. Igualmente, le lanzo una mirada a Olimpia cargada de rabia que ignora sin dejar de sonreír. ¡La muy cabrona! Se recoloca el flequillo azul llamativo haciéndome un guiño y entonces estira el brazo hacia el macetero, invadiendo mi espacio personal intencionadamente, para luego volver a reírse en mi cara. ¡Está logrando que la odie! Se marcha hasta el ordenador en busca del código correcto del objeto. Yo me desplazo hacia la punta más alejada de la tienda de donde está ella, evitando no asesinarla con tantos testigos presentes. ¡Se está rifando que deje de hablarle y precisamente ella tiene todas las papeletas premiadas!

Música para el corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora