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Estaba acostada en la cama. Una mano y un pie se encontraban fuera de la sabana, disfrutando de la brisa helada que dejaba pasar una de las ventanas. La otra mitad estaba escondida, saboreando el calor. Cada veinte minutos cambiaba de posición para no tener demasiado frio ni demasiado calor.

Levanté la cabeza de la almohada y miré el reloj colgado en la pared. 4:25 am. Suspiré y volví a apoyar mi mejilla.

El sueño me había abandonado desde hace horas, cuando me desperté de una pesadilla. Había soñado que, justo frente a mis ojos, ponían a Zayn en una enorme celda y lo dejaban encerrado con una de sus piernas encadenada. Pero no era el Zayn de siempre. Este tenía canas y enormes ojeras negras; las manos temblorosas y el cuerpo extremadamente flaco y desnutrido. La llave que él nunca dejaba de mirar estaba a solo unos metros, pero él no llegaba a alcanzarla gracias a la cadena. Y cuando yo se la acerqué, sus ojos reflejaron un miedo profundo al encontrarse con los míos. Empezó a gritar que me alejara, que fui yo la que lo había condenado a esta vida, que hubiera preferido que lo hubiera asesinado en vez de meterlo en una nueva prisión. Desperté entre lágrimas y una enorme desesperación en el cuerpo que no me permitió dormir.

Me di la vuelta, mirando la pared de cemento. Observé las grietas y las líneas blancas dibujadas con tiza que contaban cada día desde que estuve aquí. Eran 94 en total; 3 meses pudriéndome aquí dentro. Saqué la tiza bajo mi almohada y estiré la mano, dibujando una nueva línea que atravesaba las otras cuatro. Hoy ya eran 95.

Seguí dando vueltas en la cama durante una hora. Mis parpados estaban pesados y caían sobre mis ojos, pero segundos después estaban despiertos y volvían a subir. El sueño cantaba canciones de cuna en mi oído, logrando que me relajara, pero aún así no lograba alcanzarlo.

Y todo se debía a que mis pensamientos estaban ocupados: Zayn. Su cara no dejaba de aparecer en mi mente. Y su voz, no dejaba de decirme lo perfecta que era para él o lo mucho que me quería. En otros tiempos, esos pensamientos me ayudarían a dormir; pero hoy, solo provocaban el efecto contrario.

«Es el gran día, Perrie. ¿Lista?», me preguntó mi voz interior con un tono lleno de diversión y maldad, como si lo que fuera a hacer fuera divertido para ella.

Hoy finalmente le haría saber a Zayn como había tomado aquel beso con la pelirroja. El plan era simple: atraerlo al rincón durante el receso y meterle un cuchillo justo en el pecho; de eso modo, entendería como se siente cuando te apuñalaban el corazón y lo volvían trizas frente a tus ojos; justo como a mí en más de una ocasión. Luego, simplemente tendría que echarlo al basurero que se encontraba cerca de nosotros y esperar a que las ratas terminen el trabajo. Cuando lo encuentren, tendrían que culpar a alguno de sus compañeros llenos de tatuajes y con la cabeza rapada, y no a una dulce prisionera triste por la muerte de su "amo".

Pero ahora, el único problema desembocaba en una persona. Yo.

No podía dejar de sentir ese gusto amargo en mi garganta cada vez que pensaba matarlo. Me hacía daño tan solo pensar en ver la expresión de horror de su cara; ver sus labios curvarse en una O, sus ojos mirando con sorpresa y tristeza. Al final, ver su cuerpo en el suelo, desparramando un líquido rojo que ensucia sus ropas: sangre.

Sentí un escalofrío de pies a cabeza al imaginar esa escena. No, no podía hacerlo. Tenía que pararlo todo y solucionarlo como una persona normal.

«¿Te estás acobardando, Edwards?», chilló enojada la voz.

—Si —susurré en voz baja, sintiendo un enorme nudo en la garganta—. No quiero hacerlo.

«¡Pues tendrás!», gritó histérica.

Sentí mis ojos aguarse.

—¡No quiero! —respondí.

La voz comenzó a gritarme, intercambiando su tono a medida que avanzaba: era Michelle, era Zayn, era mi-exnovio, el guardia, Mike... Todos y cada uno insultándome con fuerza. Solté un nuevo grito. Esto era demasiado para mí. Rodé en la cama y caí al suelo, golpeándome brutalmente. Llevé ambas manos a mi cabeza y la apreté; tal vez así podría sacarla de mi cabeza.

—¡Sal! ¡Sal! ¡Sal! —comencé a gritar, dando patadas al suelo y llorando descontroladamente.

Las luces de las celdas y del pasillo se encendieron. Las mujeres comenzaron a gruñir sobre que era demasiado temprano y necesitaban dormir. Pero cuando seguí gritando, todas se callaron y dirigieron su mirada hacia mí.  

—¡Edwards! —escuché que decía Michelle, pero no sabía cuál de las dos era.

Mi puerta se abrió y una persona se agachó a mi lado.

«Deberías tener vergüenza». «No deberías vivir». «Sería mejor si escucharas las ordenes», repetía la voz, intercambiándola con la de mis seres queridos.

«¡Cállate!», le grité finalmente.

Y eso es todo lo que recuerdo.

Love in Prison » zerrie PAUSADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora