C A P Í T U L O 7

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¿Cuánto tiempo dura la ira? ¿Y el enfado? Son sensaciones crudas.

Para unos toda la vida. Para otros meses, semanas, o incluso días. Para mí, horas. Sin embargo, conozco bien a Samuel. Sé que sus enfados son indefinidos, hasta que él decide que no merece la pena seguir manteniendo su orgullo. No obstante, esta vez me cuesta creer que sea él quien de el paso de la reconciliación.

Si fui yo la que falló, supongo que debería ser yo la que intente arreglar el estropicio. Quizás Samuel esté pensando que ya estoy tardando demasiado en hacerlo, o puede que él también se esté replanteando si hacerlo él mismo.

Lo único que sé es que llevamos una semana entera sin tener contacto el uno con el otro. No sé cómo está él, ni cómo está su madre. Esa culpa, ese remordimiento, esa sensación de incertidumbre y dolor me están consumiendo.

El piso se vuelve cada vez más pequeño, como si sus paredes quisieran engullirme a cada segundo que paso en sus adentros.

A pesar de que Sabela y Jung han seguido saliendo por su cuenta, yo he decidido quedarme en casa. De nada servirá pedir disculparme con Samuel si no cambio mi actitud por completo, y estoy dispuesta a hacerlo.

El gimnasio está siendo uno de esos únicos hábitos sanos que he conseguido mantener en Italia. De hecho, cerca de nuestro piso hay uno muy parecido al que frecuento en Granada.

Para paliar la ansiedad, decido tomarme la tarde libre de estudio e ir. Maldigo entre dientes al observar a través de la ventana el sol comenzando a meterse. ¿Por qué siempre soy tan lenta tomando decisiones? ¡Diablos! ¡Se hará de noche y aún no habré llegado!

Apresurada, preparo todo lo que necesito. Por suerte, al llegar compruebo que el lugar no está lleno. De hecho, tan solo estoy yo y dos señoras más, por lo que me deleito en poder elegir en cada momento los instrumentos que utilizo. Preparo los auriculares inalámbricos, instalándolos en mis oídos y comenzando a escuchar la primera canción que suena con tremenda delicia.

Sumida por fin en el trance, trago saliva. Respiro hondo mientras tomo la barra cargada de pesas y comienzo a hacer sentadillas con ella a mis espaldas. Mientras mis músculos se tensan tan solo puedo imaginar a Samuel en España. ¿Qué estará haciendo? ¿Habrá decidido sacar ese lado rencoroso y vengativo que tanto odio? ¿Cómo puedo saber si me está fallando a cientos de kilómetros de distancia? Las inseguridades afloran con facilidad en mi mente y no me dejan centrarme en la realidad que me rodea.

Miro mi reflejo en el espejo, y trato de no odiarme a mí misma por haber estropeado todo lo que tenía en la vida. El nudo de mi garganta lleva amenazando todo el día con estallar, y temo que decida hacerlo aquí.

Exhausta y con la respiración acelerada, dejo la barra en su lugar y me traslado hasta la cinta. Sobre ella, programo la velocidad y comienzo a correr. Contengo con todas mis fuerzas las ganas de llorar mientras comienzo a trotar con velocidad. No me gusta correr. De hecho, jamás conseguí llegar a esa resistencia suficiente para aguantar un buen ritmo, pero pienso que si mantengo a mi cuerpo ocupado no decidirá volver a venirse abajo.

Cuando siento que el aliento arde a cada bocanada de aire que tomo me detengo poco a poco. Dejo de correr. Siento mis piernas arder y latir al mismo tiempo, y flexiono las rodillas levemente para calmar el pequeño dolor que se acumula en ellas. Respiro con dificultad, tratando de tomar la mayor cantidad de aire por cada inspiración.

Cuando siento que me recupero continúo cansando a mi cuerpo, para callar así mi mente. Me tumbo sobre la camilla y tomo la barra de pesas. Tenía veinte kilos en ella cuando llegué, y decido no cambiarla. Nunca he cogido ese peso, pero ahora mismo me encuentro tan sumida en el ejercicio que no quiero parar a cambiar las pesas.

Rosas en Florencia #PGP2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora