Capítulo 22. La tarta de manzana

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SIENNA

En cuanto envié el último mensaje, me cubrí más con las sábanas. No tenía intención de acabar en su cama, pero después de completar el cuadro... empecé a divagar.

Sentí que no podía aguantar más, necesitaba sentirlo junto a mí. Así que envié el maldito mensaje. Y ahí estaba: en su habitación, en su cama, porque era lo más cerca que podía estar de él en ese momento.

¿Qué me está pasando?

Enviaba mensajes pasivo-agresivos. Fantaseaba con abrazos. Me había convertido en el tipo de chica que juré que nunca sería: la que depende de un chico. Ser consciente de eso hizo que me echara a llorar. Genial. Ahora ya he completado el cliché.

Le di la vuelta a la almohada y me moví entre las sábanas para intentar encontrar una nueva postura que me permitiera descansar y calmarme un poco. Y de repente la puerta del dormitorio se abrió de golpe. No había oído ningún coche aparcar en la entrada. No había oído que la puerta principal se abriera. Pero no me importaba.

Porque Aiden estaba ahí.

Gruñó y el sonido me produjo escalofríos. Sus ojos color avellana estaban posados en mí, podía sentirlos, aunque los míos estuvieran cerrados. No era que tuviera miedo de enfrentarme a él después del mensaje que le había enviado. Yo era una dominante. Sabía arreglármelas.

No, era la vergüenza que no quería reconocer. La vergüenza que llenaba la habitación y dejaba el aire espeso, dificultando la respiración.

Porque ahora no era solo yo quien sabía lo mucho que me afectaba el Alfa. Ahora el Alfa también lo sabía.

Y estaba encima de mí.

- Mírame —gruñó de nuevo y pude sentir el calor de sus manos en mis hombros mientras me levantaba. Estaba sentada, mirándolo directamente a los ojos sin que él soltara mis hombros—. Estás llorando.

Inmediatamente me limpié las lágrimas de los ojos, o al menos lo intenté. Sabía que, si intentaba responder, mi voz me traicionaría y él podría oír la vergüenza oficialmente. Así que me concentré en su rostro. Su hermoso rostro al que apenas podía aguantarle la mirada.

Pero conservando aún las manos sobre mis hombros, se aseguró de que mi mirada se centrara en él.

Intenté mirar hacia abajo, pero me puso el pulgar bajo la barbilla y me levantó la cara.

- Háblame —me ordenó.

- No debería haber...

- No deberías haber cuestionado mi masculinidad —me gruñó, suave, con tanta sinceridad que fui consciente de lo que había hecho. Había cuestionado al Alfa.

- Pero lo más importante —continuó—, es que no deberías haberte quedado aquí sola. Llorando. Triste. No sucederá de nuevo.

Y entonces nos recostamos y me atrajo hacia él para que nos abrazáramos. Noté su nariz oliendo mi pelo.

- Estoy aquí. Y estaré aquí. —Tenía los labios justo en mi oído y me hizo sentir como si todo mi cuerpo estuviera envuelto en terciopelo. Cálido y suave.

Moví la cabeza para que pudiéramos mirarnos y rodeé su espalda con mis brazos. Nuestras bocas estaban a centímetros de distancia. Nuestros ojos estaban abiertos de par en par, fijos en los del otro.

- Lo odio —dije en voz baja.

- ¿Lo odias...? —preguntó incrédulo.

Puse los ojos en blanco.

- No a ti... Odio esto. Pero a ti también. ¡Yo no soy esta clase de chica! Nunca lo he sido. Y ahora lloro y te echo de menos y no me gusta esa sensación. La sensación de que te necesito.

Lobos milenarios (libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora