Pasajeros en trance.

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La vida es una rutina. Una línea recta. Una pista de atletismo con su salida y su meta ―¿la salida el nacimiento y la meta la muerte?—. El recorrido de un viaje en tren, donde arrancamos desde la estación inicial para terminar en la última, aunque las diferentes estaciones podrían ser ramificaciones en donde las cosas pueden cambiar. Pero tampoco creo que cambien tanto porque si te bajas antes es porque te podés tomar el subte así llegas más rápido al trabajo, o también porque se te antoja un alfajor y primero querés pasar por el kiosko que los cobra más baratos. A nadie le cambia el día por bajar una estación antes a comprarse un alfajor. Bueno, quizás a mí sí porque el chocolate me sube las endorfinas e inicio con otro humor.

Pero a ella no.

A ella no habrá nada que le cambie el humor si la obligan a levantarse todos los días a las seis de la mañana para cumplir con una obligación con la que tampoco está tan conforme.

El despertador suena rutinariamente a las seis menos cuarto de la mañana. Abre los ojos en plena oscuridad, estira un brazo para apagar la alarma y dormita por quince minutos más hasta que suena la segunda alarma. Pierde otros cinco minutos observando el techo pensando en cuántas posibilidades hay de ausentarse en el trabajo. ¿Cuándo fue la última vez que mintió para faltar? ¿Dijo que estaba enferma o que había tenido un problema familiar? ¿Ahora puede decir que se fracturó un brazo y está imposibilitada de teclear? ¿Estará muy caro un yeso falso? ¿Podrá soportar la mentira? ¿Y mira si el buchón de Benito la descubre y la terminan echando? ¿Ya jugó a la lotería? ¿A dónde podría mudarse si se gana diez millones de pesos? ¿O es preferible comprarse una casa en otra ciudad? ¿Y le alcanzará para comprarle una casa a los padres así los muda al lado? ¿Su papá le seguirá cocinando las pizzas y su madre la seguirá socorriendo cada vez que tiene un dolor de estómago? ¿Alguna vez se mudará sola o vivirá con sus padres para siempre? ¿Alguna vez tendrá hijos? ¿O es preferible criar perros y gatos? ¿Si tuviese perros y gatos podría usarlos como excusa para faltar al trabajo?

Y así un loop constante hasta que decide levantarse porque tiene que pagar los impuestos que le tocan en la repartija.

Entonces hacer pis, lavarse los dientes, cambiarse la ropa, encremarse la cara, peinarse, chequear imperfecciones, volcar agua caliente en una taza mientras espía el noticiero y corrobora que todos los transportes estén funcionando con normalidad. Untarse unas tostadas con queso crema a la espera de que el agua tome el color del saquito de té, sentarse a desayunar y usar las redes sociales como diario matutino. Ahí se entera que una compañera del secundario se casó, que una ex amiga está viajando por el país, que otro tuvo mellizos, que otra se mudó y, la verdad, váyanse todos a la concha de la lora.

Saluda a los guardas que están junto a los molinetes en la entrada de la estación de tren. Ellos le responden amables, bastante como para ser tan temprano, porque la conocen de la diaria. Deja pasar el tren que está estacionado porque está lleno y espera quince minutos para el próximo. Se enoja porque, cuando las puertas metálicas se abren, la empujan sin darle permiso a los que estaban en el vagón con la necesidad de bajar. Hay una ecuación que se resuelve muy fácil y es esperar a que salga alguien para entrar uno. La gente nunca la va a entender y por eso ella odia a la gente. Se acomoda en el primer asiento que encuentra, no vaya a ser cosa que alguna revolee a su hijo para quedárselo, y reposa la cabeza en la ventanilla para dormir hasta que la voz del parlante le avise que está llegando a su estación. Ahí también bajan un montón de personas porque es la conexión con el subte, y en ese momento ya está entregada al sistema así que se deja llevar por el malón que casi la arrastra hasta la siguiente fila de molinetes para terminar de pagar el viaje. Después camina media cuadra, desaparece por la boca de subte, elige el que esté más libres y opta por los que tienen sillones porque los asientos le acalambran las piernas. Entonces duerme media hora más, baja en la otra punta de la Ciudad, camina diez cuadras, antes de entrar al edificio le compra un té y dos medialunas al vendedor que anda con su carrito a cuesta —y ahí también piensa cuántas posibilidades tiene de renunciar a su trabajo para mantenerse vendiendo café en la calle—, saluda a la seguridad de la empresa, sube por ascensor nueve pisos, saluda a la secretaria del sector, también hace un generalizado cuando pasa por entre los escritorios de los demás compañeros y deja caer su cuerpo pesado en su silla giratoria. Mira el reloj y son las nueve en punto.

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