Simplemente, sucede.

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Después de las diez de la noche, la taberna aumenta no solo en convocatoria, sino también en música, voces y escándalos por algun ebrio eventual. La mayoría de las veces, son los mismos de siempre porque en lugares históricamente varoniles se juntan los mismos grupos de cinco señores a pedir los mismos platos, los mismos tragos y escucharlos hablar de los mismos problemas en donde las mujeres siempre son las malas protagonistas. Las villanas de los cuentos, a las que hay que calmar, callar y también ponerles los puntos. Peter se ríe de ellos mientras limpia los vasos detrás del mostrador de madera. Esa madera igual de vieja que los años de su abuelo. Y también igual de gastada y despintada que los huesos y la piel de su abuelo. Se ríe porque los conoce desde que nació y, a los que no, deduce fácil que son igual al resto porque dime con quién andas y te diré hasta cómo piensas. Pero como decía, después de las diez de la noche es el horario favorito de los empleados porque suceden los eventos más divertidos. El grupo de viejos machistas y borrachos se enfrenta con miradas a los grupos de jóvenes que llegan a cenar o se reúnen a celebrar algo importante. Ésta vez, una chica se recibió porque entra embadurnada de harina, yerba, pintura y serpentinas de colores que intenta despegarse de la cara. Uno de ellos, el más alto y canchero que usa anteojos de sol aunque sea de noche y casi todas las luces de la taberna estén apagada, pide seis tragos y algo para picar. Después entra una pareja que llevaban quince minutos mirando el partido de Boca desde la vereda y piden la mesa que más cómoda les quede para seguir siendo espectadores, aunque ni siquiera puedan escuchar porque ahora hay música de Soda Stereo. Y los últimos son dos muchachos de la mano que se sientan en la barra y piden el mismo trago de siempre porque son asiduos, aunque el grupo de viejos machistas y borrachos no los quieran y en una oportunidad hayan pedido que no se muestren demasiado. Pero ellos dos regresan, no solo porque viven a la vuelta y les queda cómodo, sino porque van a dar pelea orgullosamente. A Peter por eso le gusta trabajar en la taberna, porque constantemente suceden historias y le gusta ser testigo de cada una. Le gusta escuchar conversaciones y problemas. A veces le piden consejos y los da. Otras veces prefiere no opinar. Se entretiene mirando las peleas cual espectador de lucha libre, pero después llama a la comisaría. Ha sido testigo de historias que inician y de las que se rompen. De grupos adolescentes que necesitaban sentirse adultos escapando de casa, de grupos de madres que necesitaban volver un ratito a la soltería escapando de sus propios hijos y hasta de grupos de monjas que necesitaban sentirse libres escapando del párroco. Son interesantes los vínculos, pero más interesantes se vuelven cuando empieza a vivirlo uno.

―Dame lo más fuerte que tengas ―a la una y media de la madrugada del ya sábado, una joven cae sentada del otro lado de la barra. Bueno, caer no porque tuvo que trepar a la banqueta que le quedó más alta de lo que creyó.

Peter está entretenido acomodando unos cubiertos y escuchando lo que charla su pareja amiga. Levanta la cabeza y la encuentra con el pelo llovido cayéndole por encima de los hombros, las uñas casi clavándose en el borde de la barra, la mirada perdida en un punto fijo y parte de su perfil iluminado por la única luz naranja que funcionaba de los focos de la repisa. Se acerca despacio, sin querer intimidar demasiado, pero sintiéndose aludido porque ¿a quién más le iba a estar hablando?

―¿Sos mayor de edad? ―le pregunta. Y recién ahí, ella levanta la vista y la cruza con la suya.

―¿Me estás jodiendo?

―Es el protocolo.

―Tengo catorce años y me vine a poner en pedo porque mi hermanita me rompió una Barbie ―dice con la voz firme, enojada. Él baja la cabeza al reír.

―Perdón. Quiero creer que lo sos, pero tengo que preguntarlo.

―¿Y? ―cuestiona a los quince segundos cuando ve que él no se mueve a buscar un vaso y botellas de diversas bebidas alcohólicas―. No puedo creerlo... ―bufa. Saca la billetera del bolsillo de la campera y le desliza el documento de identidad por encima de la barra. Así se entera que se llama Mariana y que tiene treinta años―. ¿Contento?

HISTORIAS MINIMASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora