Te necesito porque te amo

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No sé cuántas veces conté los lunares de su espalda. Sí sé cuántos tiene, pero cada vez que tengo la oportunidad me gusta hacer un recuento porque alguno nuevo nace. Él no sabe que tengo conocimiento de semejante bobería. Tampoco creo que sea un tema de conversación que nos lleve a algún lado interesante. «¿Sabes qué? Sé que en tu espalda tenés cuarenta y siete lunares». ¿Cuántas respuestas posibles que no sean una carcajada y un "okey" podrían existir? Pero tampoco lo cuento para no quedar en evidencia. Porque el amor siempre te pone en evidencia y lo odio. No que odio el amor. Bueno, a veces sí. Más odio quedar en evidencia porque siento que eso me hace vulnerable. Aunque también sería estúpido creer que el amor tiene que significar vulnerabilidad, pero mucha más estúpida es la evidencia. La risa exagerada por cualquier idiotez que no hace reír, las rodillas presionadas al mirarlo como si fueras a acabar ahí parada al lado de la heladera sosteniendo una jarra de agua, la necesidad de tocarlo con una uña, la imperiosa búsqueda de su mirada haciendo cualquier cosa pensando solamente en que necesitás que él te mire para que sepa que existís —como si no te viera todos o casi todos los días—, o también ponerte a contar sus lunares de la espalda mientras duerme a tu lado. Evidente, vulnerable y estúpida. Pero también amada, y eso, a veces, aunque luchemos contra nuestro propio ego creyéndonos más fuertes por poder estar solas —lo cual podemos—, es más importante.

Dejo de contar porque se empieza a despertar. Casi siempre hace los mismos movimientos: estira las piernas, después un brazo hacia arriba, gira medio cuerpo hasta quedar mirando el techo y estira el otro brazo que tenía aplastado debajo de la almohada. Se mueve tan despacio que parece que está agonizando, pero siempre me causa gracia. Esa gracia estúpida de la que hablábamos. Pero no es una queja, me gusta, es linda porque me hace sentir bien. Ya cuando él termina de dar toda la vuelta y llega hasta mí, todavía lo hace con los ojos cerrados. Catorce segundos exactos después, los abre. Lento, como un sol que amanece.

—Buenas, buenas —y siempre usa las mismas dos palabras para saludar. Parpadea un par de veces, se cubre la boca para esconder el bostezo y exclama algún dolor muscular.

—Buenas, buenas.

—No sonó la alarma, ¿no?

—Todavía nos quedan diez minutos —aclaro. Me hubiera gustado dormirlos, pero el reloj biológico se acostumbró y no me permite continuar el sueño ni siquiera los días que entro más tarde al trabajo.

—Excelente —murmura con una voz quebrada que a mí me excita desde la primera vez que compartimos una cama. Y eso fue hace más de dos años—. Soñé con tu mamá... —dice después de una pausa en la que se quedó tildado. Yo inflo los cachetes de aire y después escupo una carcajada.

—Decime que no era nada erótico, por favor.

—No. Soñé que la llevaba al aeropuerto porque se tenía que ir de viaje y me pedía que no les dijera nada a ustedes y que cuide a Higo —Higo es el galgo que mi madre adoptó—. Pero después no estaba con vos, estaba con otra chica que no le veía la cara.

—Porque era muy fea —continueé. Cada vez que él se ríe, los ojos se le achinan y eso me enloquece, aunque tampoco se lo haya dicho—. ¿Y yo no estaba?

—No, solamente tu mamá. Después apareció Higo en mitad de la avenida y tuve que salvarlo de que lo pise una cisterna.

—Tenemos que dejar de ver películas con animales antes de irnos a dormir —recomiendo.

Él esboza una sonrisa y creo sentir que me atraviesa el cráneo con los ojos. Son de un color particular que de verde a veces muta a gris, pero siempre que mira algo que le interesa o le gusta, se le forma una capa de brillo. Como ahora. Como cuando ve venir a su sobrina, cuando hunde el dedo en el pote de dulce de leche, cuando un amigo lo abraza por la espalda mientras prepara el asado o como cuando nos vimos por primera vez. Su mirada te inhibe y relaja al mismo tiempo. Al principio, no sabía sostenérsela. Me intimidaba. Bueno, me intimidaba porque me gustaba, pero no me había pasado con los otros que me habían gustado en su momento. Después me empecé a acostumbrar y me gusta descubrirle el brillo ante nuevos placeres.

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