Crónicas de un amor para siempre.

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Es en vano tener que explicar que me gustan las historias de amor. Y no solamente en las que están involucradas dos personas que afianzan ese vínculo con relaciones sexuales, sino también las de amistad y familiares. Quizás porque siempre quise tener una familia grande —teniendo en cuenta que la mía se está disolviendo desde antes de que nazca—, quizás porque me hubiera gustado formar parte de un grupo de amigos que todo lo hacen en equipo —teniendo en cuenta que solo pude mantener unos pocos que me alcanza contarlos con una mano—, y quizás porque el amor fue algo que consumí en las ficciones desde muy chiquita, desde que empecé a ver televisión, desde que sonreí frente a esa chica que protegía al chico que le gustaba. ¿Y por qué le gustaba? Qué se yo. Pero era suficiente con mirarlos —teniendo en cuenta que siempre me costó mantenerle la vista a alguien y que enamorarme me resulta una ecuación que empecé a realizar en la adolescencia y todavía sigo sin resolver—. Pero teniendo pocos ejemplos en mi vida cotidiana y teniendo muchos en las ficciones, una aprende a idealizar. Me gustaría un poco de él y otro poco de ese. Una pizca de aquel y una cucharadita del otro. Entonces terminas construyendo el futuro con una imagen. Que, dicho sea de paso, si la construimos es porque no fuimos felices con los hechos que atestiguamos. Sabemos lo que nos merecemos y porque lo sabemos es que a veces se dificulta encontrar el ideal. Que no existe, pero tampoco estamos pidiendo príncipes azules de cuentos de hadas. Solo uno que te de un abrazo cuando llegas empapada del laburo porque te olvidaste el paraguas, que te prepare el desayuno cuando no podés levantarte los martes, que a veces te regale un chocolate cuando terminas cansada de estudiar y que tampoco estorbe en las decisiones. Mientras tanto, hago lo que hice desde que tengo razón de ser y entendí que la ficción es un mundo fantástico: miro y escucho las historias de los demás. Me gustan las anécdotas de cómo dos se conocieron, de unos que se llevaban mal pero después se empezaron a gustar, de los que dejaron pasar el tiempo para reencontrarse y de los que están saliendo desde la secundaria después de haberse robado un beso en un recreo. Pero, sin lugar a duda, mis historias favoritas son esas en donde crecen físicamente a la par, pero también crece la amistad y el amor. Y la historia que leerán a continuación es una de esas.

El día que Virginia parió fue el mismo día que lo hizo Guadalupe. Estaban en el mismo piso de maternidad del mismo hospital del barrio, pero en salas diferentes. Alberto y Juan se cruzaban en el pasillo que caminaban de ida y vuelta esperando a que los médicos les avisen que podían pasar a acompañar a sus mujeres. Lo único que diferenció los partos fue el tiempo porque Virginia gritó en el último pujo ocho minutos antes que lo haga Guadalupe. Y también lo que las diferenció fue el sexo porque la que ya no quería saber más nada con varones, tuvo a su primera nena. Y la que estaba acostumbrada a parir mujeres, tuvo el varón. Virginia y Guadalupe se reencontraron en el pasillo, sentadas en sillas de ruedas, y se presentaron a sus terceros hijos con alegría. Lloraron y se abrazaron como podían. Dos días después regresaron a sus casas distanciadas por una ligustrina porque conviven en un dúplex en el que crecieron y del que ambas son dueñas por herencia de sus respectivas familias. De tantas veces que se comunicaron con golpes en las paredes inventándose un código, de tantas invitaciones sin consultar, de tantos saltos de balcón en balcón y de tantas tandas de mate por encima de la medianera del patio, era casi lógico que coincidirían en alguno de sus embarazos y por suerte ocurrió cuando las dos dictaminaron que sería el último.

Lali bajó corriendo la escalera con la campera de egresados abierta, la mochila colgada de un hombro, las zapatillas escritas con birome y atándose el pelo en una cola desprolija. Miró el reloj de pared que estaba colgado sobre el hogar y trotó hasta la cocina en la que se reencontró con Virginia envuelta en una bata blanca atada a la cintura. Se puso en puntas de pie para darle un beso en la cabeza y después robó una feta de queso que estaba cortando prolijamente.

—Hola y chau —se metió el pedazo de queso en la boca y fue hasta la heladera.

—¿No vas a desayunar?

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