¿Cómo te atreves a volver?

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Bajaste de la bicicleta andando y no te doblaste un tobillo de casualidad. Tuviste que hacerlo cincuenta metros antes porque la entrada del garaje de la casa de tu hermana había sido ocupado por un auto negro y otro mal estacionado en perpendicular a ese y que por la patente reconociste que era el de tus viejo. Tu papá tiene suerte de que todavía no le hayan pedido la licencia porque la lleva vencida hace dos años. En la vereda de enfrente también había más autos y cuando llegaste a la puerta de rejas, divisaste la moto de tu primo adolescente que no debería tener una, pero tus tíos depositaron demasiadas energías en sus hijos más grandes así que el último se críe como le plazca. Desde la calle escuchabas los gritos de las amigas de tu hermana. Exageradas por naturaleza e inadaptadas sociales. No saben hacer nada sin llamar la atención. Tu hermana tampoco, por eso es que grita tu nombre cuando abre la puerta de la casa y cruza el jardín usando un sombrero mexicano y luciendo un vestido de flores que le llega a los tobillos y que igual hace notar su panza de casi nueve meses de embarazo.

―¡Llegó el Pipi! ―avisa Rocío cuando entran a la cocina. Revoleas los ojos detrás de ella y esquivas el cuerpo de tu prima que pide permiso llevando una bandeja con chips de jamón y queso.

―¡Bravo, Pipi! ―gritan a coro los que se dieron vuelta a saludarte. Entre ellos: madre, padre, abuelos, la tía viuda, el tío divorciado y la tía mojigata. Es la manera que encontraron con tu hermana para saber diferenciarlos en una conversación.

―Ya, ya.

―Qué tarde llegaste. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no respondiste los mensajes? ―mamá no sabe hablar sin hacer veinte preguntas sin respirar. Se acerca a darte un beso y aprovecha a abrazarte porque hace mucho no se ven.

―Me quedé dormido. Anoche salí.

―¡Esa! ―un primo (el hijo del tío divorciado, el que tiene la moto) pasa por detrás y escucha lo suficiente. Te da un golpe en la espalda que también es saludo. Para ahorrar―. ¿Con quién?

―Con los chicos del laburo. Fuimos a comer algo ―explicás brevemente y te asomás por la espalda de tu abuela para meter el dedo en la salsa.

―Ah. Aburrido.

―¡¿Falta mucho para la carne, papá?! ―Rocío grita porque no quiere salir al patio.

―¡Ya va! ―y él le responde desde el otro lado, acodado a la parrilla. Lo ves a través de la ventana que une la cocina con el patio―. ¡¿Me querés ayudar?! ―te pregunta cuando nota que lo estás mirando. Negás con la cabeza y volvés a la olla de salsa.

Tu familia es ruidosa. Dicen que es la sangre italiana. Que el bisabuelo en su escape de la guerra trajo su tonada, sus movimientos, su ímpetu y su efervescencia. Entonces sus hijos lo heredaron, y los hijos de los hijos, y los hijos de los hijos de los hijos. Y ahora el hijo de la hija de la hija del hijo que estaba a punto de nacer. No sé, todo demasiado confuso. Pero el ruido es algo que nunca faltó en las casas de tu familia. Y cuando decimos ruido decimos escándalo. Las noticias se viven con mucha adrenalina. El embarazo de Rocío fue tan gritado que todavía te estás haciendo tratar con el otorrino. Las crisis también se viven con una fuerza parecida. Es como que intentan buscar las soluciones con pensamientos en voz muy alta. O, mejor dicho, expresándose con gritos. Como si así pudieran resolverlo. Plot twist: nunca lo resuelven. Pero si hay algo que nunca va a fallar en esa familia es la comida. No importa el largo de la mesa, siempre tiene que haber comida de punta a punta. Y si sobra un espacio, se arma una pila de pancitos.

Como el clima es cálido, todos se reúnen en el patio. Ayudas con los caballetes y después te dispersas conversando con tu abuelo sobre el super-clásico del domingo. Él es de River hasta la médula y tiene miedo de perder porque le apostó un vino a cada uno de sus amigos futboleros. Y los amigos son siete. No le decís que tomó una mala decisión, pero sí le aclaras que ante la duda lo vas a ayudar.

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