Nos encuentra tan enteros.

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Cuando mis dedos empiezan a moverse nerviosos sobre el volante es porque no tengo tiempo ni ganas de seguir esperando. Cuando con una uña me arranco el esmalte del dedo vecino, es porque ya me enoja que una persona que supuestamente tiene licencia de conducir, tarde tanto en sacar su auto del cordón. La única razón por la que espero, es porque no quiero dejar el auto cerca de la entrada de la escuela y porque la doble fila debe ser penada. La pantalla de mi celular se enciende y veo que entraron nuevos mensajes, pero los ignoro. La música ayuda a que el clima sea más ameno, pero el auto ajeno sigue sin saber maniobrar en su salida y, encima, en mi útero se están revolcando todos los jugadores de la selección de fútbol. Dejo los brazos descansar sobre la panza y la acaricio. Le pido que se quede quieta, pero le importa poco y nada mi opinión porque ahora hace un giro de trescientos sesenta grados hacia el otro lado del útero. Debe pensar que está en un parque de diversiones o ya está harta después de casi ocho meses de encierro. El auto sale, al fin. Un señor de bigotes grises y calvicie brillosa se asoma por la ventanilla y me saluda como quien pide disculpas por la demora. Por suerte tengo vidrios polarizados, así que le respondo con un fuck you.

En la puerta de la escuela hay varios padres y madres que esperan a que se cumpla el horario de salida. Todavía faltan quince minutos, pero reconozco a algunos. No me acerco a saludar a nadie, aunque todos ellos me miran al pasar, hasta que me ubico cerca del cordón, en línea recta al portón. Intento disimular los nervios esbozándoles una sonrisa y bajando la cabeza a mi panza que ya a esta altura sacó boletos para el zamba. Sé que no me miran por ser la madre de, porque para nadie puede ser relevante, pero sé que sí lo hacen por quien pretendo ser en las próximas horas. Quizás, en su prejuicio, consideran que no tendría que estar ahí. O, al contrario, estoy ahí porque quiero llamar la atención. Cualquiera sea el modo, ninguno es el correcto. Estoy ahí porque tengo una hija en sala de tres, así como ellos tienen a los suyos en el mismo salón. Lo único que nos diferencia son las decisiones... y eso también significa que tampoco estoy muy conforme con la mía.

La abuela de Santino, el mejor amigo de Sophie, se acerca a saludar amable. Con ella sí no tengo problema para conversar porque la conozco. Me pregunta como estoy llevando el segundo embarazo y también me recomienda que me tome esos meses para descansar. Ella lo ve desde el rol de madre y abuela que, con experiencia, sabe hacerse cargo de su hija, su yerno y nietos propios y ajenos. Pero yo lo veo desde el lado de jefa y la experiencia me demostró que, si no estoy presente, lo mínimo a ejecutarse es una guerra bolchevique. Cuando se despide, quedan menos de diez minutos para que abran la puerta de la escuela. En mi celular continúan llegando mensajes que no obtendrán respuesta y, rápidamente, encuentro a la madre de otro compañero de la sala de Sophie que me saluda a la distancia. No llego a responderle que noto como la cara le cambia rotundamente cuando el marido llega. Él se ubica delante de ella y le pasa una billetera. Le recita un par de cosas sin apartarle los ojos de encima y, por los movimientos, no la noto cómoda. Ella vuelve a mirarme de reojo y él después levanta la cabeza. Hace un ademán un tanto brusco para saludarme, pero no le respondo. Le mantengo la mirada porque la vida me enseñó a reconocer a las personas en las que no tengo que confiar. Y en éste no confío.

Pero cuando desvío la vista veo que, a dos casas de distancia, Peter sale casi al trote de un kiosko con una bolsa de golosinas. Está vestido de camisa y pantalón, pero el saco lo lleva bajo un brazo y la corbata le cuelga del maletín mal cerrado. Ojalá no se haya presentado así en Tribunales.

―¿Qué haces acá? ―le cuestiono con los brazos cruzados sobre la panza, usándola de mesita.

―¿Vos qué haces acá? ―él tampoco entiende―. ¿No habíamos quedado en que yo venía a buscarla?

―Te dejé un mensaje a las diez de la mañana avisándote que me quedaba de paso, así no tenías que venir desde el centro.

―Uy, no me llegó ―deja el maletín en el suelo y el saco doblado sobre el mismo. Saca el celular del bolsillo trasero del pantalón y desbloquea la pantalla. Sonríe―. Ah, sí, acá está.

HISTORIAS MINIMASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora