Paréntesis

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Ella sale por la puerta trasera del teatro, dejando atrás el juego de luces que la iluminaba sobre el escenario. Todavía puede oír los gritos ajenos que aclaman su nombre, que le piden que regrese porque la noche recién está empezando, pero le agradece al seguridad por acompañarla y cruza trotando subida a los tacos hasta la vereda de enfrente donde dejó estacionado el auto. Adentro ya no hay luces, no hay gritos, nadie la aclama y puede desarmarse de a tramos. Pone primera y a medida que avanza, se arranca las extensiones, se desata el corsét que le está presionando el pecho casi sacándole el aire y en un semáforo en rojo aprovecha a sacarse zapatos porque descalza siempre manejó mejor. Algunos mensajes llegan a su bandeja de entrada preguntándole a dónde está, que la están esperando para continuar con la fiesta y que se reúnen en la esquina del teatro donde hay una famosa pizzería en la que todos coincidieron para cenar. Solo le responde a su amiga, aclarándole que va a llegar más tarde porque antes quiere regresar a su casa por un asunto personal que ni siquiera puede inventar, y que le avise al resto para que no la esperen porque cenará de pasada.

En Buenos Aires, la Ciudad Autónoma es un sueño hecho realidad en cualquiera de sus épocas y de sus horarios, pero la noche es un baile aparte. Así como algunos fantasean con llegar a New York con la idea de comerse el mundo, otros fantasean lo mismo con la capital de éste bendito país. Hay un sonido constante las veinticuatro horas del día. Hay avenidas anchas, luces por doquier, edificaciones que mantienen su antigüedad, artistas que se expresan en todas las esquinas, muchas voces, mucha gente que se mueve sola o de a grupos. Amigos que celebran cruzando por la senda peatonal, algunos que se ríen y otros que se cuelgan de cuerpos ajenos continuando con la broma. Parejas ancianas que avanzan despacio con ayuda de sus bastones y otras más jóvenes que conversan sentados en el cordón de la vereda. Padres que persiguen hijos y animales que pasean sujetos de sus correas. Y puede suceder a las ocho de la mañana como a las doce y media de la noche. No importa el momento, y todos esos ejemplos ella los ve desde el interior de su auto esperando a que el semáforo cambie de color. Se da cuenta que la gente vive a pesar de. De los conflictos paternales o maternales, de las discusiones con hermanos, de las distancias con amigos, de los inconvenientes socio-políticos que muchas veces alejan y otras muchas atraen, de los amores que fallan, de los que quedaron en el camino o de los que ya no van a volver. Y continuar la vida sabiendo que hay situaciones y personas que quizás no vuelvan nunca más, es agotador. Tan agotador que ni siquiera alcanza con una fiesta donde todos vitorean tu nombre haciéndote creer que sos más importante de lo que pensás. Porque ¿de qué sirve cuando quién querés que te lo diga, ya no está más?

Desacelera cuando llega a la cuadra del restaurante. Las luces de neón que iluminan el nombre de dicho lugar, titilan en una clara evidencia de que el dueño debe arreglarlo. Sube a la vereda y estaciona en un lateral de la entrada, junto a una camioneta bastante vieja que en la caja carga con un montón de materiales de acero. Se acomoda una gorra con visera mirándose en el espejo retrovisor y después la revolea al asiento trasero con el resto de adornos con los que se había vestido para la ocasión. Entonces baja con seguridad, sus zapatillas sin plataforma hacen presión sobre el granito del suelo y lo único que escucha es el ruido de éstas chocando a medida que camina hasta la entrada. El restaurante está vacío. Bueno, encuentra al dueño de la camioneta destartalada sentado, casi escondido, en un extremo del salón. No alcanza a ver qué hay en su plato, pero se limpia la boca con una servilleta y la mira de reojo. Baja los brazos y deja la servilleta a un costado, y continúa mirándola. Tuerce un poco la cabeza porque está intentando reconocerla, así que ella le sonríe a la distancia haciéndose cargo de la fama y camina hasta el sector opuesto. Hace ruido al correr la silla, se sienta y, al mirar hacia delante, nota que detrás del mostrador principal y detrás de la puerta vaivén que separa el salón de la cocina, está él apoyado. Ella levanta la mano saludándolo y él la imita con una media sonrisa. Después vuelve a desaparecer tras la puerta y regresa a los treinta minutos con un plato que cae sobre la mesa de ella y por debajo de su cabeza desatenta que mira el vacío del lugar y tuvo que volver a saludar al hombre de la camioneta que dejó la propina en el mostrador antes de salir.

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