Flashforward.

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Son las once y media de la noche de un miércoles y la pantalla del celular de Sophie se enciende. Ella se saca los auriculares y lee el mensaje. Baja de un salto de la cama y mueve el cuerpo de Ámbar que dibuja en su cuaderno de hojas lisas, recostada en la segunda cama perpendicular a la de ella. Por su cara, entiende que es momento de colaborar, así que se sostiene de su cintura para caminar bajo la oscuridad de la casa. Lo hacen descalzas para que las suelas de las zapatillas no hagan ruido de sopapa contra las baldosas y chequean que sus padres estén durmiendo en su habitación. Hacen lo mismo cuando pasan por el cuarto de Valentín porque, al ser el más chiquito, ante el mínimo ruido siempre despierta y corre en búsqueda de alguna cama que lo proteja. Sophie apaga la alarma antes de abrir y Ámbar queda en la puerta cumpliendo su rol de campana.

―Hola, Lucio ―saluda al muchacho de seguridad que cuida el ingreso del barrio.

―¿Cómo andas, Sophie? Perdón que no las dejé pasar, pero no tenían el permiso.

―No pasa nada. Son amigas ―y Lucio abre el portón para que Bruna, Rufina y Allegra puedan entrar―. Gracias. Buenas noches.

―Como no respondiste pensé que te habían descubierto ―Bruna la saluda con un beso y medio abrazo.

―Pensé lo mismo de ustedes porque tardaron un montón ―dice y caminan a la par por el medio de la calle principal del barrio―. ¿Les fue difícil venir?

―Uno de mis tíos nos alcanzó ―explica Rufina―. Y en un momento se perdió porque el GPS lo mandó para otro lado. Igual no digamos nada porque nadie sabe que él también está involucrado.

―Es que nadie puede abrir la boca porque en realidad nadie sabe nada ―aclara Bruna―. Estás segura que vive acá, ¿no?

―Sí, ya les dije ―asegura Sophie―. Vive a cinco casas de distancia que la mía.

―O sea que lo conocés ―deduce Allegra.

―No mucho porque no tenemos relación. Mis viejos se llevan mal con los padres ―dice. Vuelven a pasar por el frente de la casa de Sophie y las tres más grandes saludan a Ámbar que continúa en su rol de campana.

―¿Por qué? ―quiere saber Rufina.

―El padre es médico y en un momento buscó a mis viejos para que lo ayuden con una demanda que le estaban haciendo ―cuenta y con un dedo señala hacia donde deben girar―. Mi vieja leyó el caso y se lo negó. Pero después se viralizó mucho, llegó a los medios porque la mujer que lo estaba demandando necesitaba ayuda. O sea, era grave. La acusación era sobre una mala praxis en un nene de diez años que terminó muerto.

―Mis viejos también lo conocían ―acota Allegra―. Trabajó un tiempo en el hospital con ellos y nadie lo quería.

―La cosa es que mi vieja se entera a través de la televisión que la mujer no tenía plata para costear a un abogado ―Sophie continúa el relato y de paso saluda a una amiga vecina que está sentada en la ventana de su habitación leyendo un libro―. Entonces llama al canal, pide el número, la cita y le dice que va a ser su abogada sin costearle nada. Y lo mejor de todo es que después le gana el juicio y el tipo fue condenado a quince años de prisión.

―Jodeme ―Bruna abre la boca ante la sorpresa y un poco se ríe.

―Crack ―dice Rufina―. Crack, tu vieja. Crack.

―Y bueno, digamos que su familia tiene una razón más para odiarnos ―ironiza y se ríen―. Esa es la casa... ―señala―. Tiene cámara de seguridad en la esquina de la puerta del garaje, otra en la puerta de entrada y también en el parque trasero. Adentro no tiene.

―¿Sabes cuál es su habitación? ―pregunta Allegra con la cabeza levantada observando la altura.

―La tercera ventana ―indica con un dedo―. Pueden subir por la escalera que está en la pared. Sé que está solo porque a la madre la vi salir en modo fiesta y el padre... bueno, está preso.

HISTORIAS MINIMASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora