Sucedió que una de estas caminatas llevó a los dos amigos hasta una callejuela de un barrio muy concurrido de Londres. La calle era pequeña y estaba lo que se dice tranquila, aunque los días laborables desplegaba una próspera actividad comercial. Al parecer a sus vecinos les iban bien las cosas y todos tenían la ambición de que les fueran todavía mejor para gastar en coqueterías el excedente de sus ingresos; de ahí que los escaparates se sucedieran con un aire tentador como filas de sonrientes dependientas. Incluso los domingos, cuando un velo cubría sus más floridos encantos y estaba casi desierta en comparación con el resto de la semana, la calle relucía en contraste con la suciedad del barrio como una hoguera en mitad de un bosque y, con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces bien pulidos y su nota general de alegría y limpieza, al instante captaba y complacía la mirada de los transeúntes.
A dos puertas de una esquina, a mano izquierda yendo hacia el este, interrumpía la línea de las fachadas la entrada a un patio y, justo en este punto, un edificio algo siniestro invadía la calle con su portal. Era una construcción de dos pisos, sin ventanas, con una sola puerta en la planta baja y un muro ciego y deslucido en la planta superior, que en todos sus detalles llevaba impresa la sórdida marca del abandono. La pintura de la puerta, desprovista de campana o llamador, formaba burbujas en unas partes y se había desprendido en otras. Los vagabundos se acurrucaban en el quicio y prendían sus fósforos en los cuarterones; los niños montaban tiendas en los peldaños; algún colegial había probado su navaja en los marcos, y por espacio de casi una generación no parecía que nadie hubiese ahuyentado a estos visitantes fortuitos ni reparado en los destrozos que causaban.
El señor Enfield y el abogado iban por la acera contraria, pero al llegar frente al callejón, el primero levantó su bastón y señaló con la punta.
—¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? —preguntó, y, después de que su amigo hubiera respondido afirmativamente, añadió—: Para mí está asociada a un suceso muy extraño.
—¿Ah, sí? —se interesó el señor Utterson, cambiando ligeramente el tono de su voz—. Y ¿cuál fue ese suceso?
—Verás, ocurrió lo siguiente —contestó el señor Enfield—. Volvía yo a casa desde el quinto pino una oscura madrugada de invierno, a eso de las tres, y mi camino me llevó por una zona de la ciudad donde no había literalmente nada más que farolas. Calle tras calle, y todo el mundo durmiendo. Calle tras calle, decía, y las farolas iluminadas como si fuera a pasar una procesión, aunque todo estaba desierto como una iglesia. Bueno, pues me sumí en ese estado en el que uno escucha y escucha y empieza a tener ganas de encontrarse con un policía. De repente vi dos figuras: la de un hombre pequeño que andaba con mucho brío y la de una niña de unos ocho o diez años que corría con todas sus fuerzas por una calle transversal. Pues bien, amigo mío, al llegar a la esquina chocaron el uno con la otra, como es lógico. Y aquí viene la parte horrorosa, y es que el hombre, después de arrollarla, la pisoteó, sin inmutarse, y la dejó gritando en el suelo. Así contado no parece nada, pero verlo fue espeluznante. Más que un hombre parecía un Juggernaut. Di la voz de alarma, salí corriendo, agarré del cuello a mi caballero y lo llevé de nuevo donde la niña seguía gritando, para entonces rodeada de un buen grupo de personas. El desconocido estaba completamente tranquilo y no opuso resistencia, pero me dirigió una mirada terrorífica y me puse a sudar a chorros. Resultó que aquellas personas eran la familia de la niña, y poco después llegó el médico al que habían avisado. Bueno, la niña no había sufrido daños graves, aparte del susto, según el matasanos. Y quizá creas que ahí acabó todo, pero no fue así. Se dio una curiosa circunstancia. El caballero me había parecido repugnante a simple vista. Y lo mismo le ocurrió a la familia de la niña, como es natural. Pero fue la reacción del médico lo que me llamó la atención. Era el clásico curalotodo normal y corriente, de edad y aspecto indefinidos, con marcado acento de Edimburgo y la misma sensibilidad que un trozo de madera. Era como cualquiera de nosotros, pero cada vez que miraba a mi prisionero, veía yo que el matasanos se ponía enfermo y blanco, de las ganas de matarlo que tenía.
Cada uno de nosotros sabía lo que pensaba el otro, pero, como matarlo era impensable, hicimos cuanto pudimos dadas las circunstancias. Amenazamos al individuo con organizar un escándalo capaz de arrastrar su nombre por el fango de punta a punta de Londres. Le dijimos que, si aún conservaba alguna amistad o algún prestigio, ya nos encargaríamos nosotros de que los perdiera. Y, a la vez que le poníamos de vuelta y media, hacíamos lo posible por tranquilizar a las mujeres, que querían atacarlo como arpías. En la vida había visto yo un círculo de rostros más llenos de odio, y en su centro aquel hombre, con una especie de frialdad honda y despectiva (aunque se le veía también asustado), pero sobrellevando la situación como un verdadero Satán.»—Si lo que quieren es sacar partido de este accidente —dijo—, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero siempre procura evitar el escándalo. Díganme cuánto quieren.
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El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
HorrorUna calle estrecha y miserable. Los oscuros ladrillos de las casas parecen impregnados por todos los crímenes, pecados y miserias de las gentes que allí tienen sus guaridas. De pronto, algo mucho peor, más monstruoso, sobresalta el ánimo de Robert L...