LA ÚLTIMA NOCHE

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Horrorizados por el escándalo que ellos mismos habían organizado y el silencio que sobrevino después, los asaltantes retrocedieron unos pasos para inspeccionar el gabinete. Ante sus ojos tenían la estancia apaciblemente iluminada por una lámpara. Un buen fuego chisporroteaba en la chimenea y el hervidor entonaba su aguda melodía. Había uno o dos cajones abiertos, unos cuantos papeles pulcramente colocados en el escritorio y, más cerca de la lumbre, la mesita dispuesta para el té. Cualquiera habría dicho que aquella era la sala más tranquila del mundo y, de no ser por las vitrinas llenas de productos químicos, la más normal de todo Londres.

En el centro, tirado en el suelo, se veía el cuerpo de un hombre contorsionado de dolor que aún se retorcía. Utterson y Poole se acercaron de puntillas, le dieron la vuelta y se encontraron con el rostro de Edward Hyde. La ropa que llevaba le venía grande, pues era de la talla del doctor Jekyll. En sus músculos faciales todavía se apreciaba un movimiento semejante al de la vida, pero esta ya le había abandonado y, por la ampolla que tenía apretada en la mano y el fuerte olor a almendras que se respiraba en el ambiente, Utterson supo que estaba contemplando el cadáver de un suicida.

 En sus músculos faciales todavía se apreciaba un movimiento semejante al de la vida, pero esta ya le había abandonado y, por la ampolla que tenía apretada en la mano y el fuerte olor a almendras que se respiraba en el ambiente, Utterson supo que ...

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—Hemos llegado demasiado tarde —observó con severidad— tanto para salvarlo como para castigarlo. Hyde se ha marchado por voluntad propia, y ya solo nos queda encontrar el cadáver del doctor, Poole.

La mayor parte de aquel edificio estaba ocupada por el anfiteatro, que abarcaba la planta baja casi en su totalidad y estaba iluminado por un tragaluz en el techo; y por el gabinete, que miraba al patio y formaba la planta superior en un extremo. Un pasillo comunicaba el anfiteatro con la puerta del callejón y un segundo tramo de escaleras unía el quirófano con el gabinete. Había además otros cuartos sin ventana y un sótano espacioso. Todos estos rincones se registraron palmo a palmo. En los cuartos bastó con echar un vistazo, porque todos estaban vacíos y, a juzgar por el polvo que caía al abrir las puertas, nadie entraba en ellos desde hacía mucho tiempo. El sótano estaba abarrotado de trastos viejos, en su mayoría de la época del cirujano que precedió al doctor Jekyll, pero no tardaron en concluir que era inútil seguir buscando, pues nada más abrir la puerta les cayó encima una cortina de telarañas que sellaba la entrada desde hacía años. En ninguna parte había el menor rastro de Henry Jekyll, ni vivo ni muerto.

Poole empezó a pisotear las baldosas del pasillo.

—Debe de haberlo enterrado aquí —dijo, prestando atención al ruido.

—O tal vez haya escapado —señaló Utterson, y dio media vuelta para examinar la puerta del callejón. Estaba cerrada, y en el suelo encontraron la llave, ya manchada de óxido—. No parece que la hayan utilizado recientemente —dedujo el abogado.

—¿Utilizarla? —dijo Poole como un eco—. ¿No ve, señor, que está rota? Como si la hubieran pisado.

—Sí —prosiguió el señor Utterson—. Y las zonas por las que se ha roto también están oxidadas. —Los dos hombres se miraron, asustados—. No lo entiendo, Poole. Volvamos al gabinete.

Subieron las escaleras en silencio y, dirigiendo todavía alguna mirada temerosa al cadáver, procedieron a registrar el gabinete más rigurosamente. En una mesa encontraron restos de productos químicos: varios montones de una especie de sal blanca medidos en platitos de cristal, como si el pobre doctor se dispusiera a realizar un experimento que finalmente no hubiera podido llevar a cabo.

—Es la misma sustancia que me hacía traerle siempre —dijo Poole. Y no había terminado de pronunciar estas palabras cuando el hervidor se desbordó, con un ruido que les hizo sobresaltarse.

Se acercaron los dos al fuego, al que se había arrimado acogedoramente una butaca y, a su lado, todo estaba listo para el té, incluso el azúcar ya en la taza. En un estante había unos cuantos libros, y junto al servicio de té un volumen abierto que, según comprobó el señor Utterson con perplejidad, era un ejemplar de una obra religiosa por la que Jekyll había manifestado un gran aprecio en varias ocasiones, con sobrecogedoras blasfemias escritas de su puño y letra.

Continuando con su registro, llegaron al espejo de cuerpo entero, a cuyas profundidades dirigieron su mirada con involuntario horror. Pero estaba colocado de tal forma que solo se veía el resplandor rojizo de las llamas en el techo, el fuego cien veces reflejado en las puertas de las vitrinas y sus propios rostros temerosos y pálidos.

—Este espejo debe de haber visto cosas muy extrañas, señor —susurró Poole.

—Pero seguro que ninguna tan extraña como él mismo —añadió el abogado en el mismo tono—. Porque ¿qué haría Jekyll —se estremeció al pensarlo y, dominando su debilidad, continuó—, para qué querría Jekyll este espejo?

—Y ¡que lo diga! —exclamó Poole. A continuación se ocuparon del escritorio. Entre los papeles perfectamente ordenados había un sobre, escrito por el doctor y dirigido al señor Utterson. El abogado lo abrió y varios documentos cayeron al suelo. El primero era un testamento, redactado con cláusulas igual de excéntricas que el que el abogado ya había devuelto a su amigo seis meses antes, donde se expresaba su última voluntad en caso de fallecimiento y su intención de donación en caso de desaparición; pero en lugar del nombre de Edward Hyde, el abogado, con un asombro indescriptible, vio escrito el nombre de Gabriel John Utterson. Miró a Poole y acto seguido el dorso del papel, y por último al malhechor muerto y tendido en la alfombra.

—La cabeza me da vueltas —dijo—. Este hombre ha estado aquí todos estos días. No tenía ningún motivo para sentir simpatía por mí y debe de haberse puesto furioso al saberse desbancado. Sin embargo, no ha destruido este documento.

Cogió el siguiente papel, una breve nota de puño y letra del doctor con la fecha en el margen superior.

—¡Ay, Poole! —exclamó el abogado—. Hoy mismo estaba vivo y ha estado aquí. No es posible que lo hayan hecho desaparecer en tan poco tiempo. ¡Debe de seguir vivo, debe de haber huido! Pero ¿por qué iba a huir? Y ¿cómo? Y, en tal caso, ¿podemos atrevernos a asegurar que esto es un suicidio? Tenemos que andarnos con cuidado. Presiento que todavía podemos ver al doctor envuelto en alguna tragedia.

—¿Por qué no lo lee, señor? —preguntó Poole.

—Porque tengo miedo —respondió solemnemente el abogado—. ¡Dios quiera que sea infundado! —Y dicho esto se acercó el papel a los ojos y leyó lo siguiente:

Mi querido Utterson:

Cuando esta nota llegue a tu poder yo habré desaparecido. Carezco de facultades para prever de qué manera, si bientanto mi instinto como las circunstancias de mi innombrable situación me indican que el fin es inevitable y se encuentra cerca. Así pues, lee primero el escrito que Lanyon me advirtió de que iba a poner en tus manos y, si quieres saber más, acude a la confesión de tu indigno y desgraciado amigo,

HENRY JEKYLL

—¿No había un tercer anexo? —preguntó el señor Utterson.

—Aquí está, señor —dijo Poole. Y le entregó un paquete considerable, sellado con lacre en varios sitios.

El abogado lo guardó en el bolsillo.

—Yo no diría nada de esta nota. Tanto si el doctor ha huido como si está muerto, lo menos que podemos hacer es proteger su honor. Son las diez. Tengo que ir a casa y leer estos documentos con tranquilidad, pero estaré de vuelta antes de medianoche, y entonces avisaremos a la policía.

Salieron y cerraron la puerta del anfiteatro a sus espaldas. De nuevo el señor Utterson dejó a la servidumbre congregada en torno a la chimenea del salón y volvió a su despacho para leer los dos relatos con los que pensaba aclarar el misterio.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora