Fui presa de unas convulsiones atroces: un rechinar de huesos, unas náuseas mortales y un horror del espíritu que ni la hora del nacimiento o la muerte consiguen superar. El martirio empezó entonces a mitigarse y volví en mí como si saliera de una grave enfermedad. Había en mis sensaciones algo extraño, algo indescriptiblemente inédito y, por su misma novedad, increíblemente dulce. Me sentía más joven, más ligero, más feliz físicamente; experimentaba una temeridad embriagadora; una corriente de desordenadas imágenes sensuales atravesaba mi imaginación a una velocidad de vértigo, a la vez que los vínculos de mis obligaciones se disolvían y me invadía una desconocida, aunque no inocente, libertad del espíritu. Supe, al respirar por vez primera esta nueva vida, que era más perverso, diez veces más perverso, un esclavo vendido a mi maldad original. Y, en aquel instante, la idea me animó y me deleitó como el vino. Extendí las manos, exultante en la frescura de estas sensaciones, y de pronto caí en la cuenta de que mi estatura había menguado.
No había espejo en mi gabinete por aquel entonces. El que ahora está a mi lado, mientras escribo estas líneas, se trajo aquí más tarde, precisamente para estas transformaciones. Entretanto la noche había dado paso a la madrugada; la madrugada, negra, estaba casi a punto de concebir el día, y la servidumbre de mi casa trabada en lo más profundo del sueño. Y yo, arrebatado como estaba de esperanza y triunfo, decidí aventurarme hasta mi dormitorio con mi nueva apariencia física. Crucé el patio, donde las constelaciones me contemplaron casi podría decirse que con asombro, por ser yo la primera criatura de aquella especie que en su insomne vigilancia se les revelaba. Recorrí los pasillos a hurtadillas, como un extraño en mi propia casa y, al entrar en mi dormitorio, vi por primera vez la imagen de Edward Hyde.
Ahora estoy obligado a hablar únicamente en teoría, a decir no lo que sé sino lo que se me antoja más probable. El lado perverso de mi naturaleza, al que yo había entregado el poder, era menos fuerte y estaba menos desarrollado que el bueno, al que acababa de derrocar. En el curso de mi vida, caracterizada casi íntegramente por el esfuerzo, la virtud y el control, había ejercitado y agotado mucho menos esta otra faceta. De ahí, pensé, que Edward Hyde fuera mucho más bajo, delgado y joven que Henry Jekyll. Tal como el bien iluminaba el semblante del uno, el mal estaba visiblemente escrito en las facciones del otro. El mal (que aún debo considerar el aspecto mortal del hombre) había grabado además en aquel cuerpo la marca de la deformidad y la degradación. Y, sin embargo, al contemplar en el espejo aquel desagradable ídolo, no sentí ninguna repugnancia sino más bien una oleada de satisfacción. Aquel también era yo. Me pareció natural y humano. A mis ojos era una imagen más viva del espíritu, más directa y sencilla que aquel rostro imperfecto y dividido al que hasta entonces me había acostumbrado a llamar mío. Y en eso sin duda estaba en lo cierto. He observado que, cuando cobraba la apariencia de Edward Hyde, nadie era capaz de acercarse a mí al principio sin experimentar un visible escalofrío. Esto, supongo, ocurría porque todos los seres humanos con los que nos cruzamos son una mezcla de bien y mal, mientras que Edward Hyde, único en su especie, era pura maldad.
No me detuve más que un momento delante del espejo: aún tenía que hacer la segunda parte del experimento, la definitiva. Aún estaba por ver si había perdido mi identidad irremediablemente y tenía que huir, antes de que llegara el día, de una casa que ya no era la mía. Volví así a mi laboratorio y una vez más preparé la fórmula y la bebí, y una vez más sufrí los espasmos del brebaje y recobré la personalidad, la estatura y el rostro de Henry Jekyll.
Aquella noche había llegado a una encrucijada fatídica. De haberme enfrentado a mi descubrimiento con un espíritu más noble, de haberlo realizado bajo la influencia de aspiraciones generosas o piadosas, tal vez todo habría sido distinto y de aquella agonía de la muerte y el nacimiento habría surgido un ángel en lugar de un demonio. La droga no tenía el poder de discernir. No era ni diabólica ni divina. Simplemente derribaba las puertas de la prisión de mi personalidad y, como sucedió a los cautivos de Filipos [5] , lo que estaba encerrado salía al exterior. Mi virtud se adormecía; mi maldad, despierta en todo momento por la ambición, se hallaba alerta y preparada para aprovechar la oportunidad, y lo que de allí salía era Edward Hyde. Así, aunque ahora tenía dos personalidades y dos apariencias, una era completamente perversa mientras que la otra seguía siendo Henry Jekyll, esa mezcla incongruente de cuya reforma y mejora yo había aprendido a desistir. Por tanto, el movimiento se encaminaba enteramente a lo peor.
En aquel entonces, aún no había logrado vencer mi aversión a la aridez de la vida consagrada al estudio. Seguía teniendo a veces una disposición alegre y, como mis placeres eran (en el mejor de los casos) poco decorosos y yo era un hombre no solo muy conocido y respetado sino de edad provecta, esta incoherencia vital se me hacía de día en día más incómoda. Por este flanco me tentó mi nuevo poder hasta convertirme en su esclavo. No tenía más que beber la pócima para quitarme de inmediato el cuerpo del famoso profesor y vestirme, como si de un abrigo se tratara, con el de Edward Hyde. Esta idea me hacía sonreír. En aquellos días la encontraba divertida e hice los preparativos con sumo cuidado. Alquilé y amueblé esa casa del Soho hasta donde la policía siguió el rastro de Hyde, y tomé como ama de llaves a una mujer reservada y sin escrúpulos. Por otro lado, anuncié a mi servidumbre que un tal señor Hyde (a quien describí) debía gozar de plena autoridad y libertad de movimientos en mi casa de la plaza y, para evitar contratiempos, me dejé ver por allí asiduamente bajo mi segunda personalidad hasta convertirme en un personaje familiar. A continuación redacté ese testamento al que tú pusiste tantas objeciones, con la intención de que, si algo me sucedía siendo el doctor Jekyll, pudiera convertirme en Edward Hyde sin sufrir pérdidas pecuniarias. Y así protegido, a mi entender, en todos los aspectos, empecé a disfrutar de la extraña inmunidad que esta posición me procuraba.
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El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
HorrorUna calle estrecha y miserable. Los oscuros ladrillos de las casas parecen impregnados por todos los crímenes, pecados y miserias de las gentes que allí tienen sus guaridas. De pronto, algo mucho peor, más monstruoso, sobresalta el ánimo de Robert L...