EL DOCTOR JEKYLL ESTABA MUY TRANQUILO

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Dos semanas más tarde, gracias a un excelente golpe de suerte, el doctor ofreció una de sus agradables cenas a cinco o seis amigos de siempre, todos ellos inteligentes, reputados y expertos en buenos vinos, y el señor Utterson se las ingenió para quedarse un rato después de que los demás se hubieran retirado. Esto no era ninguna novedad sino que había ocurrido en docenas de ocasiones. Quienes apreciaban a Utterson lo apreciaban de verdad. Los anfitriones retenían al adusto abogado cuando los más desenfadados y habladores ya habían puesto un pie en el umbral; les gustaba pasar un rato en su discreta compañía, como quien se ejercita para la soledad, apaciguando su ánimo en el rico silencio del amigo tras el gasto y la tensión de la alegría. El doctor Jekyll no era una excepción a esta norma y, sentado ahora al otro lado del fuego —de unos cincuenta años, alto, robusto, de rostro agradable, con un velo de astucia, quizá, pero con todas las trazas del hombre capaz y bondadoso—, en su expresión se traslucía que albergaba por el señor Utterson un sincero y cálido afecto.

—Hace tiempo que quería hablar contigo, Jekyll —empezó el abogado—. De ese testamento tuyo. Un observador atento habría visto que el asunto no era del agrado del doctor, que contestó de todos modos alegremente:

—Pobre Utterson. Ya es mala suerte tenerme por cliente. Nunca había visto a un hombre tan angustiado como tú por ese testamento, aparte, quizá, de ese pedante retrógrado de Lanyon, con lo que él llama mis herejías científicas. Sí, ya sé que es un buen hombre, no pongas esa cara. Es una persona excelente y siempre he querido tratarlo más, pero es un pedante retrógrado; un pedante y un ignorante de tomo y lomo. Nadie me ha decepcionado nunca tanto como Lanyon.

—Sabes que nunca me pareció bien —prosiguió Utterson, despreciando sin la menor consideración el tema que había sacado su amigo.

—¿Mi testamento? Sí, ya lo sé —dijo el doctor, con una pizca de brusquedad—. Ya me lo has dicho.

—Pues ahora te lo vuelvo a decir —insistió el abogado—. He averiguado algunas cosas del joven Hyde. El atractivo rostro del doctor palideció hasta los labios y su mirada se ensombreció.

—No quiero saber nada más —dijo—. Habíamos acordado que no volveríamos a hablar de este asunto.

—Lo que he oído es abominable —insistió Utterson.

—No cambiará nada. Tú no comprendes mi situación —replicó Jekyll, con cierta incoherencia—. Me encuentro en una situación muy apurada, Utterson, en una situación muy extraña… Muy extraña. No es de esas cosas que se resuelvan con una conversación.

—Jekyll, tú me conoces: soy de fiar.

Sincérate conmigo, sobre esa confianza, y no te quepa duda de que podré ayudarte.

—Querido Utterson —dijo el doctor—, eres muy bueno, eres un santo, y no encuentro palabras para darte las gracias. Tengo plena confianza en ti. Confiaría en ti antes que en nadie, incluso, ¡ay!, antes que en mí mismo si pudiera elegir, pero de verdad no es lo que imaginas. No es algo tan malo. De todos modos, te diré una cosa para que te quedes tranquilo: puedo librarme del señor Hyde en cuanto lo desee. Te doy mi palabra. Y una vez más te lo agradezco. Solo quiero añadir algo más, Utterson, y estoy seguro de que no te lo tomarás a mal: esto es un asunto privado, y te ruego que te olvides de él. El abogado reflexionó un momento, con la mirada puesta en el fuego.

—Sin duda tienes toda la razón —dijo al fin, poniéndose en pie.

—Bien, pero, ya que hemos sacado el tema, espero que por última vez —prosiguió el doctor—, hay algo que me gustaría que comprendieras. Siento un gran interés por el pobre Hyde. Sé que lo has visto, porque me lo ha contado, y me temo que estuvo grosero contigo. Pero siento un gran interés, un interés muy grande y sincero por ese joven, y, si yo faltara, Utterson, quiero que me prometas que lo respaldarás y harás valer sus derechos. Sé que lo harías si lo supieras todo, y me quitarías un peso de encima si me lo prometieras.

—No puedo mentirte y sé que no me agradará nunca —contestó el abogado.

—No te pido eso —suplicó Jekyll, poniendo una mano en el brazo de su amigo—. Solo te pido justicia. Solo te pido que lo ayudes, en mi nombre, cuando yo ya no esté. A Utterson se le escapó un suspiro incontenible.

—De acuerdo —asintió—. Te lo prometo.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora