LA NARRACIÓN DEL DOCTOR LANYON

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Abarcaban un período de muchos años, pero observé que las anotaciones se interrumpían bruscamente alrededor de un año antes. Aquí y allá una breve observación acompañaba a alguna de las fechas, generalmente nada más que la palabra «doble», que aparecía unas seis veces en un total de varios centenares de entradas; y una sola vez, muy al principio de la lista y seguido de varios signos de exclamación: «¡¡¡fracaso rotundo!!!». Todo esto, pese a que avivó mi curiosidad, me dijo muy poco en definitiva. En el cajón había una ampolla de cierta tintura, un sobre de cierta sal y el registro de una serie de experimentos que (como tantas otras investigaciones de Jekyll) no habían conducido a ningún fin de utilidad práctica. ¿De qué manera podía afectar la presencia de aquellos objetos en mi casa al honor, la cordura o la vida de mi veleidoso colega? ¿Por qué su mensajero podía presentarse en mi casa y no en la suya? Y aun concediendo que hubiera algún impedimento, ¿por qué debía yo recibir a este caballero en secreto? Cuanto más reflexionaba más me convencía de que aquel era un caso de enfermedad cerebral y aunque di permiso al servicio para que se retirara a descansar, cargué un viejo revólver para poder defenderme llegado el caso.

Apenas acababan de dar las doce en los relojes de todo Londres cuando la aldaba sonó muy suavemente en la puerta. Acudí a la llamada y me encontré con un hombre encogido entre las columnas del pórtico.

—¿Viene de parte del doctor Jekyll? —pregunté.

Contestó que sí, con gesto cohibido, y cuando le pedí que entrase no me obedeció sin antes echar una mirada cauta por encima del hombro a la oscuridad de la plaza. No lejos de allí pasó un policía con su farol encendido, y me pareció que, al verlo, mi visitante se sobresaltaba y decidía apresurarse.

Confieso que estos detalles me sorprendieron desagradablemente y que, mientras seguía al desconocido a mi consulta, bien iluminada, no aparté el dedo del gatillo. Allí por fin tuve la oportunidad de verlo bien. No lo había visto en la vida, de eso estaba seguro. Era de corta estatura, como ya he dicho. También me llamó la atención la extraña expresión de su rostro, la curiosa combinación de gran actividad muscular y aparente debilidad de constitución, y por último, aunque no en menor medida, el inquietante y subjetivo malestar que causaba su cercanía. Inspiraba una sensación comparable a una rigidez incipiente, acompañada de una acusada disminución del pulso. En aquel momento lo atribuí a alguna manía personal y, simplemente, me asombré de la intensidad de los síntomas. Desde entonces, sin embargo, he tenido motivos para creer que la causa de mi repulsión yacía en un plano mucho más profundo de la naturaleza humana y obedecía a un instinto más noble que el principio del odio.

Aquella persona (que desde el primer momento suscitó en mí algo que únicamente puedo describir como una curiosidad cargada de disgusto) vestía de un modo capaz de volver ridículo a cualquiera: aunque sobrio y de buen paño, el traje le venía enorme por todas partes; las perneras de los pantalones eran demasiado largas y las llevaba enrolladas para no arrastrarlas por el suelo; la cinturilla de la chaqueta le llegaba por debajo de la cadera y las solapas le quedaban a la altura de los hombros. Por raro que parezca, esta absurda indumentaria ni mucho menos me hizo reír. Al contrario, como si hubiera algo anormal y deforme en la misma esencia de la criatura que en ese momento tenía delante —algo que paralizaba, sorprendía y repugnaba—, esta llamativa disparidad parecía encajar con su esencia y reforzarla, de tal suerte que, a mi interés por su naturaleza y su carácter, se sumó una curiosidad por sus orígenes, su vida, su fortuna y su posición en el mundo.

Todas estas reflexiones, que tanto espacio ocupan en estas páginas, fueron no obstante fruto de unos pocos segundos de observación. Saltaba a la vista que una oscura inquietud encendía a mi visitante.

—¿Lo tiene? —preguntó a bocajarro—. ¿Lo tiene? —Y era tal su impaciencia que incluso me cogió de un brazo y trató de zarandearme.

Lo empujé, consciente de que su roce producía en mis venas una especie de calambrazo helado.

—Señor —le dije—. Olvida usted que todavía no tengo el placer de conocerlo. Haga el favor de sentarse. —Le indiqué un asiento a la vez que yo me instalaba en el de siempre y procuraba imitar lo mejor posible la manera en que trataba a mis pacientes, en el grado en que me lo permitieron la quietud de la casa, la naturaleza de mis preocupaciones y el horror que aquel hombre me inspiraba.

—Le ruego que me disculpe, doctor Lanyon —respondió con mucha educación—. Tiene usted mucha razón. Mi impaciencia me ha hecho olvidar los modales. He venido a instancias de su colega, el doctor Henry Jekyll, por un asunto de cierta trascendencia, y tengo entendido que… —Hizo una pausa para llevarse una mano a la garganta y vi, no obstante su actitud de serenidad, que intentaba combatir un inminente ataque de histeria—. Tengo entendido que hay un cajón…

Y llegado a este punto me compadecí del desasosiego de mi visitante y puede que también de mi creciente curiosidad.

—Ahí está, señor —asentí, señalando el cajón, que estaba en el suelo, debajo de una mesa y todavía envuelto en la sábana.

Se levantó de un salto, pero se detuvo y se llevó una mano al corazón. Oí que rechinaban sus dientes por culpa del temblor de las mandíbulas, y su rostro cobró una apariencia tan tétrica que temí tanto por su vida como por su razón.

—Tranquilícese —le dije.

Me dirigió una sonrisa aterradora y, con la firmeza que da la desesperación, apartó bruscamente la sábana. Al ver el cajón, profirió un sollozo de tan inmenso alivio que me dejó petrificado. Un momento después, dominando ya plenamente su voz, preguntó:

—¿Tiene usted una probeta graduada?

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora