EL CASO DEL ASESINATO DE CAREW

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Cuando el coche se detuvo en la puerta de la dirección indicada, la niebla se levantó levemente para mostrar a sus ojos una callejuela sucia, una taberna, una modesta casa de comidas francesa, una tienda de baratijas al por menor, una multitud de niños harapientos agazapados en los quicios de las puertas y de mujeres de distintas nacionalidades que, llave en mano, salían a tomar el trago matutino, pero al momento la niebla volvió a posarse sobre aquel barrio, oscura como la sombra, aislando al abogado de su mísero entorno. Allí vivía el protegido de Henry Jekyll, el hombre que heredaría un cuarto de millón de libras esterlinas. Una mujer de tez marfileña y pelo plateado abrió la puerta. Aunque tenía una expresión maligna, atenuada por la hipocresía, sus modales eran perfectos. Sí, dijo, aquella era la casa del señor Hyde, pero no estaba; había regresado muy tarde esa noche, pero había vuelto a salir menos de media hora después. Esto no era nada raro. El señor tenía unas costumbres muy irregulares y pasaba mucho tiempo fuera; sin ir más lejos, llevaba dos meses sin verlo cuando volvió a casa la noche anterior.

—Muy bien, en ese caso nos gustaría ver sus habitaciones —dijo el abogado, y al ver que la mujer empezaba a decir que eso era imposible, añadió—: Tenía que haberle dicho quién es este caballero. Es el inspector Newcomen, de Scotland Yard.

Un odioso fogonazo de alegría iluminó el rostro de la mujer.

—¡Ah, se ha metido en líos! ¿Qué ha hecho?

El señor Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.

—No parece un personaje precisamente popular —observó este último—. Y ahora, buena mujer, permítanos a este señor y a mí echar un vistazo.

De toda la casa, donde no vivía nadie más que la mujer en cuestión, Hyde ocupaba únicamente un par de habitaciones, amuebladas con lujo y buen gusto. Había un armario bien provisto de vinos, la vajilla era de plata, la mantelería elegante; de una de las paredes colgaba un cuadro de buena calidad, regalo (supuso el señor Utterson) de Henry Jekyll, que era muy entendido en arte, y las alfombras eran de varias hebras y colores agradables. En aquel momento, sin embargo, todo indicaba que alguien había estado rebuscando recientemente allí: la ropa estaba tirada por el suelo, con los bolsillos vueltos hacia fuera; los cajones estaban abiertos y en la chimenea había un montón de cenizas, como si hubieran quemado en ella muchos papeles. De entre estos restos, el inspector desenterró la matriz de un talonario de color verde que había escapado a la acción del fuego; detrás de la puerta se encontró la otra mitad del garrote, y, como esto venía a confirmar sus sospechas, el inspector se mostró encantado. Una visita al banco, donde se averiguó que el asesino tenía un depósito por valor de varios miles de libras, vino a colmar la satisfacción del policía.

—Puede usted estar seguro, señor —le dijo al señor Utterson—, de que lo tengo en mis manos. Debe de haber perdido el juicio, de lo contrario no habría dejado ahí ese trozo de bastón y, sobre todo, no habría quemado la chequera. ¡Del dinero depende ahora su vida! No tenemos que hacer nada más que esperarlo en el banco y echarle el guante.

Esto último no resultó tan sencillo. Y es que el señor Hyde tenía muy pocos conocidos, e incluso el patrón de la casa donde trabajaba la criada lo había visto solo en dos ocasiones; fue imposible localizar a su familia; resultó que nunca se le había tomado una fotografía, y las pocas personas que podían describirlo discrepaban ampliamente, como suele ocurrir cuando se trata de observadores corrientes. Únicamente en un detalle se mostraban todos de acuerdo: en la inquietante y vaga sensación de deformidad que causaba el fugitivo en quienes lo veían.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora