LA ÚLTIMA NOCHE

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—Hay un hacha en el anfiteatro —continuó Poole—. Usted puede coger el atizador de la cocina.

Utterson empuñó el tosco y pesado utensilio y lo blandió en el aire.

—¿Es consciente, Poole —dijo, levantando la vista—, de que usted y yo estamos a punto de ponernos en una situación peligrosa?

—Desde luego que sí, señor.

—En tal caso, conviene que seamos francos. Los dos tenemos en la cabeza más de lo que hemos dicho. Sincerémonos el uno con el otro. Esa figura enmascarada que vio usted, ¿la reconoció?

—Verá, señor, ocurrió todo muy deprisa, y la criatura tenía el cuerpo tan encogido que no me atrevería a jurarlo. Pero si lo que me pregunta es si era el señor Hyde… Pues, sí, ¡creo que era él! Era de la misma estatura, y se movía con su misma ligereza y velocidad. Además, ¿quién sino él pudo haber entrado por la puerta del laboratorio? ¿Ha olvidado, señor, que cuando se cometió el asesinato él seguía teniendo la llave? Pero eso no es todo. No sé, señor Utterson, si ha llegado usted a conocer al señor Hyde.

—Sí —respondió el abogado—. Hablé con él en una ocasión.

—Entonces sabrá tan bien como todos los demás que había algo muy raro en ese caballero, algo que daba miedo. La verdad es que solo se me ocurre una manera de expresarlo: y es que al verlo se le helaba a uno hasta la médula de los huesos.

—Reconozco que yo también tuve una sensación parecida a la que describe —dijo el señor Utterson.

—Ya me lo figuro, señor. Porque cuando esa cosa enmascarada, más parecida a un simio, saltó de entre las cajas de productos químicos y se escondió corriendo en el gabinete, fue como si una corriente de hielo me recorriera la espalda. Sí, ya sé que esto no es una prueba, señor Utterson. Tengo educación suficiente para entender eso, pero cada cual tiene sus presentimientos, y yo le juro sobre la Biblia que era el señor Hyde.

—Sí, sí. Mis temores me inclinan a pensar lo mismo. Me temo que de esa relación solo puede salir algo malo. Sí, la verdad es que estoy de acuerdo con usted. Creo que han matado al pobre Harry, y creo que su asesino (Dios sabe con qué intención) sigue escondido en esa habitación. Nosotros nos vengaremos. Avise a Bradshaw.

El lacayo acudió a la llamada, muy pálido y nervioso.

—Tranquilícese, Bradshaw —dijo el abogado—. Sé que esta intriga les está afectando mucho a todos, pero tenemos la intención de acabar con ella. Poole, aquí presente, y yo, vamos a forzar la puerta del gabinete. Si todo va bien, yo cargaré con toda la responsabilidad. Mientras tanto, por si se diera el caso de que algo se torciera o algún malhechor intentase escapar por la puerta trasera, usted y el pinche busquen un par de garrotes y vigilen en la puerta del laboratorio. Les damos diez minutos para que acudan a su puesto.

Cuando Bradshaw se retiraba, el abogado miró su reloj.

—Y, ahora, Poole, nosotros a nuestros puestos —dijo. Y sujetando el atizador debajo del brazo, encabezó la marcha y salió al patio. Las nubes habían cubierto la luna y la noche se había vuelto muy oscura. El viento, que entraba a golpes y a ráfagas en aquel edificio semejante a un pozo hondo, azotó la llama de la vela al paso de los hombres hasta que se refugiaron en el anfiteatro, donde se sentaron a esperar en silencio. Londres zumbaba solemnemente a lo lejos; pero, más cerca, solo unos pasos que daban vueltas sin cesar por el gabinete rompían la calma.

—Así se pasa el día entero, señor —susurró Poole—, y también la mayor parte de la noche. Únicamente cuando llega un pedido de la botica se tranquiliza un poco. ¡Es que la mala conciencia es un enemigo que nunca descansa! ¡En cada uno de esos pasos hay sangre vilmente derramada! Pero, escuche otra vez, señor Utterson, ponga toda la atención en sus oídos y dígame si esos son los pasos del doctor.

Las pisadas eran leves y extrañas, con cierto balanceo, a pesar de su lentitud. Eran sin duda muy distintas del andar fuerte y resuelto de Henry Jekyll. Utterson suspiró.

—¿Nunca ha pasado nada más? —preguntó.

—Una vez —asintió Poole—. ¡Una vez le oí llorar!

—¿Llorar? ¿Qué dice usted? —respondió el abogado, con un escalofrío de terror.

—Llorar como una mujer o un alma en pena —continuó el mayordomo—. Me dio tanta lástima que estuve a punto de llorar también yo.

Se cumplieron entonces los diez minutos. Poole desenterró el hacha de debajo de un montón de paja, dejó la vela en una mesa cercana, para que les iluminara en el momento del ataque, y, casi sin atreverse a respirar, los dos hombres se aproximaron al gabinete, donde aquellos pasos pacientes seguían yendo y viniendo, de un lado a otro, en la quietud de la noche.

—Jekyll —llamó Utterson en voz alta—. Exijo verte. —Esperó un momento, pero no hubo respuesta—. Te advierto de que tenemos sospechas. Necesito verte y te veré tanto por las buenas como por las malas. ¡Si no es con tu consentimiento, entonces por la fuerza bruta!

—¡Utterson! —dijo la voz—. ¡Por lo que más quieras, ten piedad!

—¡Ah, esa no es la voz de Jekyll! —exclamó Utterson—. Es la de Hyde. Eche la puerta abajo, Poole.

Poole levantó el hacha por encima del hombro y asestó un golpe que hizo temblar el edificio y rebotar contra sus goznes la puerta tapizada de rojo. Un aullido espeluznante, como de puro terror animal, llegó del otro lado. Otra vez se levantó el hacha y otra vez crujió la madera y se estremecieron los entrepaños de la puerta. Cuatro veces se repitieron los golpes, pero la madera era dura y la instalación fruto de un trabajo excelente. Hasta el quinto golpe no saltó la cerradura, y la puerta destrozada cayó hacia dentro, sobre la alfombra.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora