Nací en el año de 18…, heredero de una gran fortuna, dotado además de excelentes aptitudes, inclinado por naturaleza al trabajo, y siempre busqué el respeto de los más sabios y mejores de mis semejantes. Así, como puede imaginarse, contaba con todas las garantías para gozar de un futuro honorable y distinguido. Lo cierto es que el peor de mis defectos era una disposición impaciente y alegre que ha hecho la felicidad de muchos, pero que a mí me ha resultado difícil de conjugar con mi imperioso deseo de llevar la cabeza alta y aparecer en público con un semblante insólitamente grave. De ahí resultó que oculté mis placeres, si bien, al alcanzar esos años más reflexivos y empezar a mirar a mi alrededor y tomar conciencia de mis progresos y de mi posición en el mundo, ya estaba plenamente entregado a una vida de profunda duplicidad. Muchos hombres incluso se habrían enorgullecido de irregularidades como las que yo cometía, pero, de acuerdo con las altas miras que me había impuesto, yo las contemplaba y las escondía con una sensación de vergüenza casi malsana. Fue por tanto la exigente naturaleza de mis aspiraciones, más que una particular degradación de mis defectos, lo que me llevó a ser lo que era y lo que abrió dentro de mí una brecha más honda que en la mayoría de los hombres, entre las provincias del bien y el mal que dividen y conforman la naturaleza dual del ser humano. Todo ello me llevó a la inveterada costumbre de reflexionar profundamente sobre esa dura ley de la vida que se encuentra en la raíz de la religión y constituye una de las principales fuentes de angustia. Pese a mi profunda dualidad, yo no era en absoluto un hipócrita. Ambas partes de mi ser eran igualmente sinceras. Igual de yo era cuando, ajeno a toda limitación, me zambullía en la vergüenza, como cuando a la vista de todos me esforzaba en ampliar mis conocimientos o aliviar la tristeza y el sufrimiento. Y quiso el azar que el rumbo de mis estudios científicos, plenamente encaminados a lo místico y lo trascendental, influyera y arrojara una intensa luz sobre esta conciencia de la sempiterna guerra entre mis dos personalidades. Cada día, y con ambas partes de mi inteligencia, la moral y la intelectual, me fui así acercando progresivamente a esa verdad cuyo descubrimiento parcial me ha condenado a este terrible naufragio: el de saber que el hombre en realidad no es uno sino dos. Digo dos porque mis conocimientos no han llegado más allá de ese punto. Otros vendrán después, otros que me superarán en las mismas experiencias, y me aventuro a afirmar que el ser humano será en última instancia conocido por la pluralidad de personalidades incongruentes e independientes que en él habitan. Yo, por mi parte, debido a la naturaleza de mi vida, he avanzado indefectiblemente en una dirección y solo en una. Fue en el terreno moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer la verdadera y primitiva dualidad humana. Vi que dos naturalezas pugnaban en el campo de mi conciencia, y que me reconocía legítimamente en cualquiera de ellas porque yo era radicalmente ambas. Y, desde muy pronto, incluso antes de que mis hallazgos científicos comenzaran a insinuar la más remota posibilidad de tal milagro, aprendí a detenerme con placer, como quien se entrega a un sueño anhelado, en la idea de la separación de estos elementos. Si cada uno de ellos, me dije, pudiera alojarse en una identidad independiente, la vida se desprendería de todo cuanto se me antojaba intolerable: el inicuo podría seguir su camino liberado de las aspiraciones y los remordimientos de su gemelo más recto; y el justo podría avanzar firme y seguro por su elevada senda, complaciéndose en sus buenas obras y no expuesto ya a la desgracia y el arrepentimiento que le inflige esa maldad ajena. Era una maldición para la humanidad que estos dos fardos incongruentes estuvieran unidos, que, en la angustiosa matriz de la conciencia, esos dos gemelos antagónicos combatieran sin descanso. ¿Cómo, entonces, podían disociarse?
Hasta aquí había llegado en mis reflexiones cuando, como ya he dicho, una luz desde la mesa del laboratorio empezó a iluminar el dilema. Comencé a percibir con una profundidad como jamás se ha expuesto hasta la fecha la temblorosa inmaterialidad, la condición efímera como la neblina de este cuerpo en apariencia tan sólido con que nos ataviamos. He constatado que determinados agentes tienen la facultad de sacudir y arrancar esa vestidura carnal, tal como una ráfaga de viento agitaría las cortinas de un cenador. Por dos razones no voy a adentrarme a fondo en el aspecto científico de mi confesión. La primera es que he aprendido que cada cual carga con su destino a lo largo de toda su vida y que, cuando intenta desprenderse de él, este vuelve a caerle encima con un peso aún mayor y más extraño. La segunda es que, como bien se verá en mi relato, mis descubrimientos eran incompletos. Baste decir que no solo aprendí a reconocer mi cuerpo natural simplemente por el aura y el resplandor de ciertas fuerzas que constituyen mi espíritu sino que logré elaborar una sustancia que permitía derrocar a estas fuerzas, arrebatarles su supremacía, y sustituir mi aspecto por una segunda forma y apariencia no menos naturales para mí, puesto que eran, y llevaban su sello, la expresión de los elementos más bajos de mi espíritu.
Dudé mucho antes de someter mi teoría a la prueba práctica. Sabía que corría peligro de muerte, porque a una droga tan potente, capaz de dominar y conmocionar la misma ciudadela de la identidad, le bastaría con el más leve error en la dosis o la más leve inoportunidad en el momento de la demostración para borrar por completo ese tabernáculo inmaterial que yo pretendía transformar. Pero la tentación de realizar un hallazgo tan singular y profundo se impuso finalmente a cualquier temor. Hacía tiempo que tenía preparada mi tintura. Compré entonces a una firma de productos químicos al por mayor una gran cantidad de cierta sal que, por mis experimentos, sabía que era el único ingrediente necesario. Y a altas horas de una noche que maldigo, mezclé las sustancias, las vi bullir y humear juntas en la probeta y, cuando cesó la ebullición, me armé de valor y me bebí la pócima.
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El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
HorrorUna calle estrecha y miserable. Los oscuros ladrillos de las casas parecen impregnados por todos los crímenes, pecados y miserias de las gentes que allí tienen sus guaridas. De pronto, algo mucho peor, más monstruoso, sobresalta el ánimo de Robert L...