Pasó el tiempo. Se ofrecieron miles de libras de recompensa, pues la muerte de sir Danvers se sintió como una afrenta pública. Pero el señor Hyde consiguió escapar de la policía como si nunca hubiera existido. Se desenterró buena parte de su pasado, todo él vergonzoso. Circularon historias de la crueldad de aquel individuo a la vez insensible y violento, de la vileza de su vida, de sus extrañas amistades, de los odios que al parecer habían rodeado su trayectoria profesional, pero de su actual paradero ni una palabra se supo. Desde el momento en que salió de la casa del Soho la mañana del crimen, sencillamente se había evaporado, y poco a poco, conforme pasaban las semanas, la preocupación del señor Utterson se fue atenuando y volvió a sentirse en paz consigo mismo. La muerte desir Danvers, a su entender, quedaba más que saldada con la desaparición de Hyde. Ahora que esta influencia maligna se había retirado, una nueva vida comenzó para el doctor Jekyll. Salió de su aislamiento, reanudó la relación con sus amistades, fue una vez más invitado y anfitrión, y, si siempre se le había conocido por sus obras de caridad, ahora se distinguía no menos por su devoción religiosa. Estaba atareado, pasaba mucho tiempo al aire libre, hacía el bien, y su rostro parecía franco y luminoso, como animado por una conciencia interior del servicio que prestaba. Y por espacio de más de dos meses el doctor vivió en paz.
El 8 de enero, Utterson cenó en casa de Jekyll con un pequeño grupo de invitados. Entre ellos se encontraba también Lanyon, y los ojos del anfitrión iban del uno al otro, como en los tiempos en que los tres eran inseparables. El día 12 y otra vez el 14, las puertas de Jekyll se cerraron para el abogado. Poole le explicó que el doctor se había recluido y no quería ver a nadie. El día 15 Utterson volvió a intentarlo, pero encontró de nuevo la misma negativa. Y, como a lo largo de los dos últimos meses se había acostumbrado a ver a su amigo casi a diario, este retorno a la soledad cayó como una losa sobre su ánimo. La quinta noche invitó a Guest a cenar, y la sexta se presentó en casa del doctor Lanyon.
Aquí al menos no le negaron la entrada, pero apenas había puesto un pie en la casa cuando le sorprendió el cambio que se había producido en su amigo. Llevaba claramente impresa en sus facciones su sentencia de muerte. Su tez rubicunda se había vuelto pálida, había adelgazado y estaba mucho más calvo y envejecido. No fueron sin embargo estas muestras de fulminante decadencia física las que llamaron la atención del abogado tanto como cierta expresión en la mirada de su anfitrión y una manera de comportarse que parecía dar fe de algún terror hondamente arraigado en su ánimo. Era insólito que el doctor Lanyon temiese la muerte y, sin embargo, esto era lo que Utterson se sentía tentado de sospechar. «Sí —se dijo—; es médico. Seguramente sabe cuál es su estado y que tiene los días contados, y saberlo es superior a sus fuerzas». Aun así, al señalar Utterson su mal aspecto, Lanyon, con gran entereza, se declaró desahuciado.
—He tenido un disgusto del que no me recuperaré nunca. Es cuestión de semanas. Bueno, la vida ha sido agradable, me ha gustado. Sí, señor, me ha gustado. A veces pienso que si lo supiéramos todo nos alegraríamos más de dejar este mundo.
—Jekyll también está enfermo —dijo Utterson—. ¿Lo has visto?
Pero Lanyon mudó de expresión y levantó una mano temblorosa.
—No quiero ver nunca más a Jekyll ni saber nada de él —contestó con voz alta y vacilante—. He terminado con él definitivamente, y te ruego que me ahorres comentarios sobre él. Para mí es como si estuviera muerto.
—Vaya, vaya —dijo Utterson. Y tras una larga pausa, preguntó—: ¿hay algo que yo pueda hacer? Los tres somos buenos amigos, Lanyon, y a nuestra edad ya no haremos nuevas amistades.
—No puedes hacer nada —replicó Lanyon—. Pregúntale a él.
—No quiere verme —dijo el abogado.
—No me extraña —fue la respuesta—. Algún día, Utterson, cuando yo haya muerto, tal vez llegues a saber lo que ha ocurrido, para bien y para mal. Ahora no puedo contártelo. Y mientras tanto, si puedes sentarte y hablar conmigo de otras cosas, por Dios, quédate; pero si no consigues quitarte de la cabeza este maldito asunto, en nombre de Dios, vete, porque no puedo soportarlo.
Apenas llegó a casa, Utterson escribió a Jekyll, protestando por que no le recibiera y queriendo saber el motivo de su triste ruptura con Lanyon. Al día siguiente recibió una larga respuesta, con pasajes unas veces conmovedores y otras veces oscuramente misteriosos. La disputa con Lanyon no tenía remedio. «No culpo a nuestro querido amigo —decía Jekyll—, pero coincido con él en que no debemos volver a vernos. De ahora en adelante tengo intención de llevar una vida de reclusión extrema; no te sorprendas ni dudes de mi amistad si a menudo encuentras mi puerta cerrada incluso para ti. Debes permitir que siga mi oscuro camino. Yo mismo me he buscado un castigo y un peligro que no puedo nombrar. Si soy el mayor de los pecadores, también soy el que más se duele. No imaginaba que hubiera en esta tierra lugar para sufrimientos y terrores tan atroces, y solo hay una cosa que puedas hacer, Utterson, para aliviar mi destino, y es respetar mi silencio». El abogado estaba atónito. La perniciosa influencia de Hyde había desaparecido, el doctor había reanudado sus viejas tareas y amistades. Una semana antes el futuro parecía sonreírle con la promesa de una época de alegría y honores, y ahora, de la noche a la mañana, la amistad, la paz interior y su vida entera estaban destruidas. Un cambio tan inesperado y de tal magnitud apuntaba a la locura, pero, a la vista de la actitud y las palabras de Lanyon, debía de haber algo más profundo.
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El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
HorrorUna calle estrecha y miserable. Los oscuros ladrillos de las casas parecen impregnados por todos los crímenes, pecados y miserias de las gentes que allí tienen sus guaridas. De pronto, algo mucho peor, más monstruoso, sobresalta el ánimo de Robert L...