LA NARRACIÓN DEL DOCTOR LANYON

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Me levanté de la butaca no sin cierto esfuerzo y le facilité lo que pedía.

Me dio las gracias con una sonrisa de reconocimiento, midió una pequeña cantidad de la tintura roja y añadió los polvos de uno de los sobres. La mezcla, que al principio tenía un tono rojizo, empezó a volverse más intensa conforme se diluían los cristales, a borbotear audiblemente y a despedir pequeñas nubes de vapor. De pronto y al mismo tiempo, la ebullición cesó y la solución cobró un color púrpura oscuro, que a su vez, más despacio, se convirtió en un verde acuoso. Mi visitante, que había contemplado estas transformaciones con hondo interés, sonrió, dejó la probeta encima de la mesa y, volviéndose a mí, me miró con aire inquisitivo.

—Y ahora —dijo— acordemos lo demás. ¿Será usted sensato? ¿Se dejará guiar? ¿Consentirá que coja esta probeta y salga de su casa sin más explicaciones? ¿O se ha apoderado de usted la curiosidad? Piénselo bien antes de responder, pues todo se hará tal como usted decida. Si decide que me vaya, se quedará usted tal como estaba, ni más rico ni más sabio, salvo que la sensación de haber hecho un favor a un hombre mortalmente angustiado pueda contarse como una suerte de riqueza del alma. Pero si lo prefiere se abrirán ante sus ojos nuevos horizontes de conocimiento y nuevos caminos a la fama y al poder, aquí mismo, en esta estancia, al instante, y presenciará usted un prodigio capaz de dejar pasmado al mismísimo Satanás.

—Señor —dije, afectando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir—, habla usted de una manera muy enigmática, por lo que quizá no le sorprenda si le digo que sus palabras no me causan una fuerte impresión de credibilidad. Sin embargo, he llegado demasiado lejos en esto de hacer favores inexplicables para detenerme ahora antes de ver el final.

—Muy bien —replicó el visitante—.

Lanyon, recuerda tu juramento: lo que viene a continuación debe quedar bajo el secreto de nuestra profesión. Y ahora, tú que siempre has profesado las opiniones más estrechas de miras, aferrándote a lo material, tú que siempre has negado las virtudes de la medicina trascendental, tú que te has burlado de tus superiores: ¡mira!

Se llevó la probeta a los labios y la vació de un trago. A esto le siguió un grito, dio una vuelta, se tambaleó y se aferró a la mesa con fuerza, la mirada perdida, los ojos inyectados en sangre, jadeante, con la boca abierta. Y mientras lo observaba me pareció que se operaba en él una transformación: empezaba a hincharse, su cara se volvía de repente negra y sus facciones se derretían y se alteraban. Y segundos más tarde me había levantado yo de un salto y me apoyaba contra la pared, lanzando un brazo por delante para protegerme de aquel prodigio y trastornado de pánico.

—¡Dios mío! —grité. Y una vez más—: ¡Dios mío! —Y así mil veces, porque allí, delante de mí, pálido, tembloroso, casi a punto de desmayarse y buscando a tientas con las manos, como si regresara de entre los muertos, allí estaba ¡Henry Jekyll!

Lo que me contó a lo largo de la hora siguiente me es imposible consignarlo por escrito. Vi lo que vi, oí lo que oí, y mi espíritu se colmó de angustia. E incluso ahora que esa imagen ya no está ante mis ojos, me pregunto si lo creo y no puedo responder. Mi vida se ha visto sacudida de raíz: el sueño me ha abandonado y un terror mortal me acompaña a todas horas, día y noche. Presiento que mis días están contados y que debo morir. Y aun así, moriré en la incredulidad. En cuanto a la bajeza moral que ese hombre me reveló, aun con lágrimas de arrepentimiento, no puedo detenerme a recordarlo sin un estremecimiento de pavor. No diré más que una cosa, Utterson, y con eso (si eres capaz de creerla) será más que suficiente. La criatura que aquella noche entró en mi casa era, según la confesión del propio Jekyll, ese individuo a quien se conoce por el nombre de Hyde y a quien se busca en todos los rincones del país por ser el asesino de Carew.

HASTIE LANYON

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora