El señor Hyde pareció dudar, y luego, como si de golpe cambiara de opinión, dio un paso al frente con aire de desafío y los dos se miraron sin pestañear por espacio de unos segundos.
—Así lo reconoceré si vuelvo a verlo —dijo el señor Utterson—. Podría ser útil.
—Sí —asintió el señor Hyde—. Me alegra que nos hayamos conocido. Y, à propos, aquí tiene mi dirección —dijo. Y le dio un número de una calle del Soho.
«¡Dios mío! —se dijo el señor Utterson—. ¿Será posible que también él haya pensado en el testamento?». Sin embargo, se guardó su opinión y se limitó a articular un gruñido por toda respuesta.
—Y ahora —insistió el señor Hyde, dígame, ¿cómo me ha conocido?
—Por las señas —fue la respuesta.
—¿Qué señas? —Tenemos amigos comunes —dijo el señor Utterson.
—¿Amigos comunes? —repitió el señor Hyde, con cierta aspereza—. ¿Quiénes?
—Jekyll, por ejemplo —dijo el abogado.
—Él no le ha dicho nada de mí —protestó el señor Hyde, con un arranque de ira—. No le creía a usted capaz de mentir.
—Vamos —dijo el señor Utterson—. Esa no es manera de hablar.
El señor Hyde soltó una sonora carcajada y en un abrir y cerrar de ojos, con una rapidez extraordinaria, había abierto la puerta y desaparecido dentro de la casa.
El señor Utterson se quedó quieto unos momentos después de que el señor Hyde se hubiera marchado. Era la viva imagen de la inquietud. Seguidamente echó a andar calle arriba, despacio, deteniéndose cada pocos pasos y pasándose una mano por la frente como quien no sale de su perplejidad. El dilema que debatía mientras se alejaba era de una categoría que rara vez se resuelve. El tal Hyde era bajito y de tez pálida, daba una impresión de deformidad a la vez que no se veía en él ninguna malformación apreciable, tenía una sonrisa desagradable, había tratado al abogado con una diabólica mezcla de apocamiento y descaro, y hablaba con una voz ronca, susurrante y casi quebrada; todos estos detalles obraban en su contra, pero ni siquiera sumados bastaban para explicar el desagrado, el desprecio y el miedo, desconocidos hasta aquel instante, que su presencia inspiraba en el señor Utterson. «Tiene que haber algo más —reflexionó el desconcertado caballero—. Hay algo más, pero no soy capaz de nombrarlo. ¡Dios mío, si apenas parece humano! ¿No tiene algo de troglodita, como quien dice? ¿Podría ser el mismo caso del doctor Fell? ¿O será la irradiación de un alma inmunda la que se trasluce en su envoltura de barro y la transfigura? Esto último, creo. ¡Ah, mi pobre y querido Harry Jekyll! Si alguna vez he visto la firma de Satán impresa en un rostro, ha sido en el de tu nuevo amigo».
A la vuelta de la esquina del callejón había una plaza bordeada de hermosas casas antiguas, ahora en su mayoría venidas a menos y divididas en pisos o habitaciones que se alquilaban a individuos de toda clase y condición: grabadores de mapas, arquitectos, abogados de dudosa catadura y agentes de turbias empresas. Una de las viviendas, sin embargo, la segunda desde la esquina, seguía intacta, y ante su puerta, que denotaba comodidad y opulencia, aun cuando en aquel momento la envolvía una oscuridad solo paliada por el montante en forma de abanico, se detuvo y llamó el señor Utterson. Un sirviente añoso y bien vestido salió a abrir.
—¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? —preguntó el abogado.
—Iré a ver, señor Utterson —contestó Poole, haciendo pasar al visitante, a la vez que hablaba, a una sala amplia y confortable, de techo bajo, con el suelo enlosado, caldeada, a la manera de las casas de campo, por un luminoso fuego abierto, y amueblada con caros aparadores de roble—. ¿Prefiere esperar aquí junto al fuego, señor? ¿O le enciendo la luz del comedor?
—Aquí, gracias —respondió el abogado. Y se acercó para reclinarse en la alta rejilla del guardafuegos. La pieza en la que acababa de quedarse a solas era la favorita de su amigo el doctor; y el propio señor Utterson acostumbraba a referirse a ella como la salita más agradable de Londres. Aquella noche, no obstante, el abogado sentía un estremecimiento en las venas. El rostro del señor Hyde se había grabado en su memoria. Experimentaba, cosa rara en él, una sensación de náusea y de disgusto por la vida, y en tan lúgubre estado de ánimo creyó leer una amenaza en el parpadeo de las llamas, reflejadas en los aparadores relucientes, y los inquietos brincos de las sombras en el techo. Se avergonzó de su sensación de alivio cuando Poole regresó poco después y le anunció que el doctor Jekyll había salido.
—He visto entrar al señor Hyde por la puerta de la antigua sala de disección, Poole. ¿Está bien que haga eso cuando el doctor Jekyll ha salido?
—Perfectamente, señor Utterson —replicó el mayordomo—. El señor Hyde tiene una llave.
—Parece que su señor tiene plena confianza en ese joven, Poole —continuó el señor Utterson, pensativo.
—Sí, señor. Así es —dijo Poole—. Todos tenemos órdenes de obedecerlo.
—Creo que no conozco al señor Hyde —señaló el señor Utterson.
—¡Dios mío! No, señor. Nunca cena aquí. A decir verdad, lo vemos muy poco por esta zona de la casa. Generalmente entra y sale por el laboratorio.
—Bueno, Poole, buenas noches.
—Buenas noches, señor Utterson.
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El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
KorkuUna calle estrecha y miserable. Los oscuros ladrillos de las casas parecen impregnados por todos los crímenes, pecados y miserias de las gentes que allí tienen sus guaridas. De pronto, algo mucho peor, más monstruoso, sobresalta el ánimo de Robert L...