El señor Utterson, el abogado, era un hombre de facciones duras que jamás se iluminaban con una sonrisa; de hablar frío, lacónico y desmañado; de opiniones chapadas a la antigua; enjuto, alto, un carcamal sin gracia, y sin embargo encantador. En las reuniones de amigos y también cuando el vino era de su agrado, sus ojos cobraban un brillo intensamente humano y traslucían algo que, si bien nunca se abría camino en su conversación, no se expresaba únicamente en estos símbolos silenciosos de su cara de sobremesa sino con mayor frecuencia y rotundidad en su manera de obrar en la vida. Era frugal consigo mismo: cuando estaba a solas, para disciplinar su aprecio por los vinos de buena cosecha, bebía ginebra y, aunque le gustaba el teatro, llevaba veinte años sin pisar ninguno. Con los demás, por el contrario, era tolerante. A veces pensaba, casi con envidia, en la intensidad de la pasión que impulsa a la gente a cometer sus fechorías, y en situaciones límite se inclinaba por ayudar antes que por recriminar. «Tengo predisposición a seguir la herejía de Caín —era su pintoresca explicación—. Dejo que mi hermano se vaya al demonio como mejor le plazca». Por tener este carácter, a menudo le tocó en suerte ser la última relación respetable y la última influencia sana en la vida de aquellos que avanzaban hacia la perdición. Y mientras continuaran yendo por su bufete, su actitud con ellos jamás variaba un ápice.
No cabe duda de que esta proeza le resultaba fácil al señor Utterson, pues era en el mejor de los casos poco dado a manifestar sus sentimientos, e incluso sus amistades parecían cimentarse en una prodigalidad y buena disposición similares. Es propio del hombre sencillo aceptar el círculo de amigos que la ocasión le brinda, y así era nuestro abogado. Sus amigos eran los de su misma sangre, o aquellos a los que conocía desde antiguo, y sus afectos, como la hiedra, crecían con el tiempo, al margen de las virtudes que mostrara quien los recibía. De esta especie eran, sin duda, los lazos que lo unían al señor Richard Enfield, pariente lejano suyo y hombre muy conocido en la ciudad. Eran muchos los que se preguntaban qué verían el uno en el otro o qué podían tener en común. Quienes se cruzaban con ellos los domingos, de paseo, aseguraban que iban callados, parecían extrañamente aburridos y saludaban con notorio agrado la aparición de algún amigo. Sin embargo, ambos apreciaban en grado sumo estas excursiones, las consideraban la joya de la semana, y no solo renunciaban a la oportunidad de divertirse sino que hasta se resistían a la llamada del deber para disfrutar de estos ratos sin interrupciones.
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El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
HorrorUna calle estrecha y miserable. Los oscuros ladrillos de las casas parecen impregnados por todos los crímenes, pecados y miserias de las gentes que allí tienen sus guaridas. De pronto, algo mucho peor, más monstruoso, sobresalta el ánimo de Robert L...