DECLARACIÓN COMPLETA DE HENRY JEKYLL

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Otros antes que yo contrataban a villanos para que cometieran crímenes por ellos, mientras su imagen y su reputación quedaban a resguardo. Yo fui el primero en hacerlo por puro placer. Era el primero que podía presentarse públicamente cargado de simpatía y respetabilidad y, al punto, como un colegial, despojarse de estos bienes y zambullirse de cabeza en el mar del libertinaje. Cubierto bajo aquel manto impenetrable, mi seguridad era absoluta. Figúrate: ¡ni siquiera existía! Me bastaba con cruzar la puerta de mi laboratorio, mezclar en uno o dos segundos los ingredientes que siempre tenía a mano y tragarme el brebaje. Con independencia de lo que hiciese, Edward Hyde se esfumaría como la mancha de vaho en un espejo. Y en su lugar, tranquilamente, en la penumbra de su gabinete, se encontraría Henry Jekyll, un hombre que podía permitirse el lujo de reírse de las sospechas.

Los placeres que bajo mi disfraz me apresuré a buscar fueron, como ya he dicho, indecorosos. No merecen un calificativo más fuerte. Pero en manos de Edward Hyde no tardaron en volverse monstruosos. Cuando regresaba de estas andanzas, a menudo me llenaba de asombro la depravación de mi otra personalidad. Este pariente mío al que yo hacía salir de mi propio espíritu y enviaba en busca del placer era un ser inherentemente malvado y vil. Todos y cada uno de sus actos y pensamientos giraban en torno a sí mismo; con avidez bestial bebía el placer que le causaba cualquier grado de tortura de los otros; impasible, como si fuera de piedra. Henry Jekyll se quedaba a veces perplejo de las acciones de Edward Hyde, pero la situación, al estar tan alejada de las leyes ordinarias, permitía que su conciencia se relajara insidiosamente. A fin de cuentas, el culpable era Hyde y nadie más que Hyde. Jekyll no se había vuelto peor persona. Cuando despertaba, sus virtudes se hallaban en apariencia intactas. Incluso se aplicaba, en lo posible, en reparar el mal que Hyde causaba. Y con ello su conciencia se adormecía.

No es mi intención entrar en los detalles de las infamias de que fui cómplice (pues aún ahora me resisto a reconocer haberlas cometido). Solamente quiero señalar las advertencias de mi castigo y cómo este se me fue acercando paso a paso. Me ocurrió un percance que, al no tener ninguna consecuencia, me limitaré nada más que a reseñar. Un acto de crueldad mía con una niña atrajo sobre mí la ira de un transeúnte a quien el otro día reconocí en un pariente tuyo. El médico y la familia de la niña se sumaron a él y hubo momentos en los que temí por mi vida. Por fin, con la intención de apaciguar su justo enfado, Edward Hyde tuvo que traerlos hasta mi puerta y pagarles con un cheque extendido a nombre de Henry Jekyll. Eliminar este peligro en el futuro fue tan sencillo como abrir una cuenta en otro banco a nombre de Edward Hyde y, una vez alterada la inclinación de mi caligrafía, para proporcionar una firma a mi doble, me creí a salvo del destino.

 Eliminar este peligro en el futuro fue tan sencillo como abrir una cuenta en otro banco a nombre de Edward Hyde y, una vez alterada la inclinación de mi caligrafía, para proporcionar una firma a mi doble, me creí a salvo del destino

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Unos dos meses antes del asesinato de sir Danvers, volví a casa muy tarde de una de mis correrías y al día siguiente me desperté con sensaciones extrañas. En vano dirigí una mirada alrededor. En vano vi mi respetable mobiliario y el techo alto de mi dormitorio en la plaza; en vano reconocí el dibujo de las cortinas de mi cama y su armazón de caoba tallada. Algo seguía insistiendo en que yo no estaba allí, en que no me había despertado donde en apariencia me encontraba, sino en el pequeño cuarto del Soho en el que acostumbraba dormir cuando mi cuerpo era el de Edward Hyde. Sonreí para mis adentros y, sirviéndome de mi capacidad psicológica, empecé a interrogarme perezosamente por los detalles de esta ilusión, regresando de vez en cuando, mientras lo hacía, a un agradable letargo matutino. Seguía ocupado en estas reflexiones cuando, en uno de los momentos en que me encontraba más espabilado, mi mirada dio con una de mis manos. Pues bien, las de Henry Jekyll (como tú has señalado con frecuencia) son las de un médico, por su forma y su tamaño: grandes, firmes, blancas y bonitas. Pero la mano que en ese momento veía con toda claridad, a la luz dorada de media mañana en Londres, la que descansaba a medio cerrar sobre las sábanas, era delgada, nervuda y nudosa, levemente oscura y cubierta de vello. Era la mano de Edward Hyde.

Debí de quedarme mirándola cerca de medio minuto, sumido en el estupor del asombro, antes de que el pánico despertara en mi pecho tan repentino y estremecedor como el choque de un címbalo. Y, saliendo de la cama, fui corriendo al espejo. La imagen que vieron mis ojos transformó mi sangre en un líquido exquisitamente diluido y gélido. Sí, me había acostado como Henry Jekyll y había despertado como Edward Hyde. ¿Cómo se explica esto?, me pregunté. Y a renglón seguido, con otra sacudida de pavor: ¿cómo se remedia? La mañana estaba bastante avanzada, todos mis criados ya se habían levantado y mis drogas se encontraban en el gabinete, del que me separaba un largo camino —tenía que bajar dos escaleras, recorrer un pasillo y cruzar primero el patio y después el anfiteatro— desde mi dormitorio, donde me encontraba paralizado de horror. Tal vez pudiera cubrirme la cara, pero ¿de qué serviría eso, si no me era posible ocultar el cambio de estatura? Y entonces, con una abrumadora y grata sensación de alivio, recordé que los criados ya estaban acostumbrados a las idas y venidas de mi segundo yo. Pronto me había vestido, lo mejor que pude, con ropa de mi talla real, y había cruzado la casa, donde Bradshaw se quedó mirando y retrocedió al ver a Hyde a esas horas y ataviado de una manera tan extraña. Y diez minutos más tarde, el doctor Jekyll había recuperado su forma y, con expresión lúgubre, se encontraba sentado a la mesa fingiendo que desayunaba.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora