DECLARACIÓN COMPLETA DE HENRY JEKYLL

13 5 0
                                    

Cuando recuperé mi personalidad original en casa de Lanyon, creo que el horror que mostró mi amigo me afectó en algo. No lo sé. Apenas fue una gota en el mar de repugnancia con que más tarde contemplaría aquellas horas. Se había operado un cambio en mí. Ya no era únicamente el miedo a la horca, era también el horror de ser Hyde lo que me atormentaba. Escuché las palabras de condena de Lanyon como en sueños, y como en sueños volví a mi casa y me acosté. Tras la extenuación del día caí en un sueño tan profundo y riguroso que ni las pesadillas que me torturaron consiguieron sacarme de él. Desperté por la mañana impresionado y débil, pero descansado. Seguía odiando y temiendo a la bestia que dormía dentro de mí, y claro está, no había olvidado los aterradores peligros de la víspera, pero me encontraba de nuevo en casa, en mi propia casa, y cerca de mis fármacos, de ahí que la gratitud por la huida iluminara mi espíritu con intensidad tal que casi rivalizaba con el resplandor de la esperanza.

Paseaba ociosamente por el patio después de desayunar, respirando con placer el aire fresco, cuando de nuevo me asaltaron esas indescriptibles sensaciones que precedían a la transformación y apenas tuve tiempo de refugiarme en el gabinete antes de que las pasiones de Hyde desataran mi furia. Necesité esta vez una dosis doble para recuperar mi personalidad, y ¡ay de mí!, seis horas después, me encontraba en mi butaca, contemplando tristemente el fuego, cuando los dolores regresaron y tuve que tomar de nuevo el brebaje. En resumidas cuentas, de aquel día en adelante, parecía que solo mediante un esfuerzo gimnástico y el estímulo inmediato de la droga me era posible lucir el rostro de Jekyll. A cualquier hora del día y de la noche era presa del temblor premonitorio. Sobre todo si me quedaba dormido o simplemente me adormilaba un momento en mi butaca, despertaba siempre transformado en Hyde. Sometido a la tensión que el inminente presagio del cambio me causaba y al insomnio al que yo mismo me condenaba, hasta extremos que nunca creí que pudiera resistir un hombre, me convertí en una criatura devorada y vaciada por la fiebre, lánguida y débil tanto en lo físico como en lo anímico y ocupada por un único pensamiento: el horror de mi otra personalidad. Pero cuando dormía, o cuando los efectos del brebaje se agotaban, caía, casi sin transición (pues los dolores del cambio fueron menguando de día en día) en poder de unas fantasías rebosantes de imágenes pavorosas, de un alma que hervía en odios sin causa y un cuerpo incapaz en apariencia de concitar la fortaleza suficiente para alojar a las rabiosas energías de la vida. Los poderes de Hyde parecían haber aumentado con la enfermedad de Jekyll. El odio que ahora dividía a ambos era en verdad idéntico. En el caso de Jekyll, era cuestión de instinto vital. Había visto la deformidad plena del ser que compartía con él algunos de los fenómenos de su conciencia y que a medias con él heredaría en la muerte; y al margen de estos vínculos de comunión que en sí constituían la parte más dolorosa de su angustia, pensaba en Hyde, pese a su desbordante energía vital, como si de algo no solo diabólico sino también inorgánico se tratara. Esto era lo chocante: que el cieno del pozo pareciera capaz de proferir gritos y voces, que el polvo amorfo gesticulara y pecara; que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones de la vida. Y una vez más: que aquel insurgente horror estuviera unido a él más estrechamente que una mujer, más que sus propios ojos; que estuviera enjaulado en su carne, donde lo oía murmurar y lo sentía luchar por cobrar vida; y que en cada momento de debilidad, así como en la confianza del sueño profundo, prevaleciese sobre él y lo derrocase de su vida. El odio que Hyde sentía por Jekyll era de distinto orden. El pánico al patíbulo lo empujaba continuamente a cometer un suicidio temporal y a regresar a su condición subordinada, a ser parte de una persona y no persona completa. Pero aborrecía la necesidad, aborrecía el abatimiento en el que Jekyll se había sumido ahora, y le ofendía el desprecio que este le manifestaba. De ahí que me jugara tantas malas pasadas, que escribiera blasfemias de mi puño y letra en las páginas de mis libros, quemara las cartas y destruyera el retrato de mi padre. Lo cierto es que de no haber sido por su miedo a la muerte, hace ya mucho tiempo que se habría buscado la ruina para arrastrarme consigo. Pero su amor por la vida es asombroso. Aún diré más: yo, que me pongo enfermo y me quedo paralizado solo de pensar en él, cuando recuerdo la abyección y la pasión de este vínculo y cuando tomo conciencia de cuánto teme mi poder de cortarlo mediante el suicidio, llego a compadecerme de él.

Es inútil prolongar esta descripción y además no dispongo de tiempo. Baste decir que nadie ha sufrido jamás semejantes tormentos. Y, aun así, al sufrimiento le aportaba el hábito si no alivio sí cierta insensibilidad del espíritu, cierta aquiescencia a la desesperación. Podría haberse prolongado mi castigo años y años de no haber sido por esta última desgracia que ha acontecido y que finalmente me ha separado de mi propio rostro y mi propia naturaleza. Mis provisiones de sales, que no había renovado desde la fecha del primer experimento, empezaron a agotarse. Solicité una nueva remesa y preparé la mezcla. Se produjo la ebullición y luego el primer cambio de color, pero no el segundo. Tomé el brebaje y no surtió efecto. Sabrás, por Poole, que he buscado por todo Londres. Ha sido en vano, y ahora estoy convencido de que la primera remesa era impura y fue precisamente esta impureza lo que daba su eficacia a la poción.

Ha transcurrido una semana y estoy concluyendo esta declaración bajo la influencia de la última dosis de los polvos originales. Esta será por tanto la última vez, salvo que ocurra un milagro, en que Henry Jekyll pueda pensar sus propios pensamientos o ver su propia cara (¡tristemente cambiada!) en el espejo. No debo demorarme demasiado en poner fin a este escrito, pues, si estas páginas se han salvado de la destrucción hasta el momento, ha sido por una mezcla de prudencia y suerte. Si la agonía de la transformación me atacara mientras escribo, Hyde las romperá en pedazos pero, si logro terminarlas antes del cambio, el asombroso egoísmo de esta criatura y su naturaleza solo atenta al momento presente quizá las salven una vez más de su maldad bestial. Lo cierto es que el cerco del destino que se estrecha en torno a ambos ya ha comenzado a transformar y aplastar a Hyde. Dentro de media hora, cuando una vez más y para siempre haya adoptado su odiosa personalidad, sé que me quedaré temblando y llorando en mi sillón, o bien, con un máximo y temeroso éxtasis del oído, seguiré dando vueltas por esta sala (mi último refugio terrenal) atento al más leve indicio de amenaza. ¿Morirá Hyde en el cadalso? ¿O encontrará el valor para liberarse en el último momento? Únicamente Dios lo sabe. A mí me trae sin cuidado. Esta es la verdadera hora de mi muerte, y lo que suceda a continuación ya no me concierne a mí sino a otro. Así pues, en el momento de dejar la pluma y sellar esta confesión, pongo fin a la vida del desdichado Henry Jekyll.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora