Una semana más tarde el doctor Lanyon cayó enfermo y en menos de quince días había muerto. La noche que siguió al funeral, profundamente afectado, Utterson se encerró en su despacho y, a la luz de una melancólica vela, sacó y contempló un sobre escrito de puño y letra por su difunto amigo y lacrado con su sello. «Personal: Para G. J. Utterson exclusivamente. En caso de que él falleciera antes que yo, destrúyase sin ser leído». Estas últimas palabras estaban subrayadas. El abogado temía ver lo que había dentro del sobre. «Hoy he enterrado a un amigo —pensó—. ¿Y si esto me costara perder a otro?». Pero se reprendió por sus temores, que consideró una deslealtad, y rompió el lacre. Dentro había otro sobre, igualmente lacrado, que llevaba la siguiente indicación: «No abrir hasta la muerte o desaparición del doctor Henry Jekyll». El señor Utterson no daba crédito a lo que veían su ojos. Sí, también aquí se hablaba de desaparición; lo mismo que en el descabellado testamento que hacía ya mucho tiempo había devuelto a su autor, también aquí la idea de desaparición y el nombre de Henry Jekyll aparecían relacionados. Sin embargo, en el testamento dicha idea partía de una siniestra sugerencia del tal Hyde; se había incluido con una intención clara y aterradora. Pero, escrita por la mano de Lanyon, ¿qué podía significar? Una honda curiosidad se apoderó del abogado, un deseo de hacer caso omiso de la prohibición y sumergirse de inmediato en las profundidades de estos misterios, pero el prurito profesional y la fidelidad a su querido amigo eran obligaciones insoslayables, y el paquete volvió al rincón más recóndito de su caja fuerte.
Pero una cosa es mortificar la curiosidad y otra derrotarla, y cabe la duda de si, a raíz de aquel día, Utterson deseó la compañía de su amigo Jekyll con el mismo entusiasmo de antes. Pensaba en él con cariño, pero también con inquietud y temor. Iba a verlo, naturalmente, pero quizá se alegraba cuando se le negaba la entrada. Quizá, en lo más hondo de su corazón, prefería hablar con Poole en la puerta, en un espacio abierto y envuelto en el murmullo de la ciudad, antes que entrar en aquella casa de cautiverio voluntario y sentarse a conversar con su inescrutable recluso. Lo cierto es que Poole no tenía noticias muy agradables que darle. El doctor, por lo visto, pasaba más tiempo que nunca encerrado en el gabinete del laboratorio, donde a veces incluso dormía. Estaba muy abatido, se había vuelto muy callado y había dejado de leer. Parecía preocupado por algo. Utterson se acostumbró a que estos informes fueran siempre idénticos y poco a poco empezó a espaciar de sus visitas.
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El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde
TerrorUna calle estrecha y miserable. Los oscuros ladrillos de las casas parecen impregnados por todos los crímenes, pecados y miserias de las gentes que allí tienen sus guaridas. De pronto, algo mucho peor, más monstruoso, sobresalta el ánimo de Robert L...