UN CAPÍTULO SOBRE LOS SUEÑOS

15 4 0
                                    

Cuanto más lo pienso, más me inclino a lanzar al mundo mi pregunta: ¿quiénes son los duendecillos? Son parientes cercanos del soñador, de eso no cabe la menor duda. Comparten sus preocupaciones económicas y no pierden de vista el talonario. Comparten también su formación. Es obvio que, como él, han aprendido a construir el esquema de una historia bien ponderada y a distribuir las emociones en orden creciente. Pero creo que ellos tienen más talento. Y una cosa es indudable: saben contar una historia parte a parte, como por entregas, a la vez que en todo momento ocultan sus intenciones. ¿Quiénes son, entonces? Y ¿quién es el soñador?

Bueno, en lo tocante al soñador puedo dar la respuesta, pues no es otro que yo. Podría haberme presentado desde el principio, de no haber sido por las murmuraciones de los críticos sobre mi engreimiento desmedido.

Pero ahora no me queda más remedio que desvelar mi identidad, si es que quiero proseguir con el relato. Y, en cuanto a los duendecillos, pues son lisa y llanamente eso, mis genios, ¡benditos sean! Ellos hacen la mitad de mi trabajo mientras estoy completamente dormido, y con toda probabilidad hacen también la otra parte, cuando estoy despierto, y creo, ingenuo de mí, que soy yo quien se encarga de hacerlo. La parte que se hace mientras duermo es, sin discusión, obra de los genios, pero la que se hace cuando estoy en danza no es necesariamente mía, ni mucho menos, pues todo indica que ellos intervienen también entonces. He aquí la duda que asalta mi conciencia. Yo —eso que llamo mi ser consciente, el que vive en la glándula pineal a menos que haya cambiado de residencia desde los tiempos de Descartes, el hombre consciente, el que tiene una cuenta bancaria que fluctúa, el hombre del sombrero y las botas, el que goza del privilegio de votar y no defiende a su candidato en las elecciones generales— a veces tengo la tentación de suponer que no existe en absoluto un narrador de historias sino una criatura tan real como un vendedor de queso o un simple queso, igual de realista y de enfangada en la realidad hasta las orejas. De acuerdo con esta explicación, toda mi obra de ficción publicada sería exclusiva creación de un duendecillo, un familiar, un colaborador invisible al que tengo encerrado en una buhardilla mientras yo me llevo todas las alabanzas y él (porque no puedo impedirlo) a lo sumo un trozo del pastel. Soy un excelente consejero, algo así como el criado de Molière. Reflexiono antes de ir al grano, y lo adorno todo con las mejores palabras que encuentro y las mejores frases que soy capaz de construir. También embrido la pluma y paso mucho tiempo sentado al escritorio, que es casi lo peor. Y, una vez hecho todo esto, preparo el manuscrito y pago por su registro. Por eso, a fin de cuentas, tengo derecho a quedarme con una parte, aunque no tan grande como la que recibo, de los beneficios de nuestra empresa común.

No me resisto a poner un par de ejemplos de qué parte se hace mientras duermo y qué otra cuando estoy despierto, para que sea el lector quien reparta los laureles, si procede, entre mis colaboradores y yo. Me ocuparé en primer lugar de un libro que algunas personas han tenido la cortesía de leer: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Quería escribir sobre este tema desde hacía mucho tiempo; quería encontrar un cuerpo, un vehículo con el que transmitir esa intensa sensación de doble personalidad que a veces entra en liza y se apodera de la conciencia de todo ser pensante. Había escrito un relato, titulado «El compañero de viaje», que el editor me devolvió so pretexto de ser una obra genial pero indecente, y que quemé hace unos días porque no era una obra genial y porque «Jekyll» la había suplantado. Me sobrevino entonces una de esas fluctuaciones económicas a las que (con elegante recato) ya he aludido antes en tercera persona. Dos días enteros estuve estrujándome la sesera en busca de una historia, hasta que la segunda noche soñé la escena de la ventana y otra posterior, dividida en dos, en la que Hyde, perseguido por algún delito, tomaba los polvos y experimentaba su transformación en presencia de sus perseguidores. Todo lo demás lo escribí despierto y consciente, aunque es verdad que en muchos momentos detecto el estilo de mis duendecillos. El significado de la narración es por tanto mío, y existía desde antiguo en mi jardín de Adonis, afanado en la búsqueda de un cuerpo en el que materializarse. A decir verdad, mía es la mayor parte de la reflexión moral, ¡por desgracia!, porque mis genios no tienen siquiera una conciencia rudimentaria. Mía es también la ambientación y míos son los personajes. Cuanto ellos me ofrecieron fue la esencia de tres escenas y la idea central de una transformación voluntaria que termina volviéndose involuntaria. ¿Sería por tanto una falta de generosidad con mis colaboradores invisibles, a quienes tantos elogios he prodigado, atarlos ahora de pies y manos y arrojarlos a la palestra de la crítica? Y es que me complace decir que el tan censurado asunto de los polvos no es en absoluto de mi invención, sino de los genios. Me gustaría referirme a otro relato —que el lector tal vez haya hojeado— no demasiado defendible que lleva por título «Olalla». La casa, la madre, el nicho de la madre, Olalla, la habitación de Olalla, los encuentros en las escaleras, la ventana rota, la desagradable escena del mordisco, todo se me ofreció en conjunto y en detalle cuando intentaba escribirlo. A ello yo añadí únicamente la ambientación exterior (pues en mi sueño nunca salí de la casa), el retrato, los personajes de Felipe y el sacerdote, la perspectiva moral, tal cual es, y las últimas páginas, ¡ay!, tal cual son. Y casi puedo afirmar que fue la propia perspectiva moral lo que se me ofreció en este caso, pues surgió al punto de la comparación entre madre e hija y los atroces rasgos atávicos de la primera. A veces los sueños encierran una innegable alegoría. A veces no puedo por menos que imaginar que mis genios imitan a Bunyan, y sin embargo, nunca se conducen de acuerdo con las normas de lo que quizá podría llamarse un tratado de moral; nunca con estrechez ética sino ofreciendo pistas en lugar de imponer limitaciones a la vida, con esa especie de sentido común que creemos percibir en el arabesco del tiempo y del espacio.

En términos generales, como se ve, mis duendecillos son algo fantásticos, espeluznantes como sus historias, apasionados y pintorescos, viven interesantes vicisitudes y carecen de prejuicios ante lo sobrenatural. El otro día, sin embargo, me dieron una sorpresa, entreteniéndome con una historia de amor, una pequeña comedia de abril que ciertamente debería dejar en manos del autor de A Chance Acquaintance [Un encuentro casual], pues él la escribiría como se merece, y estoy seguro (aunque me he propuesto intentarlo) de que yo no seré capaz. Pero ¿quién iba a imaginar que uno de mis duendecillos inventaría un relato para el señor Howells?

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora