LA HISTORIA DE LA PUERTA

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»Así que le apretamos las tuercas hasta que le sacamos cien libras para la familia de la niña. Era evidente que no le hacía ninguna gracia, pero vio que podíamos hacerle daño y terminó por acceder. Lo siguiente era darnos el dinero. Y ¿qué crees que hizo entonces? Pues nos llevó precisamente a esa puerta: sacó una llave, entró y salió poco después con diez libras en monedas de oro y un cheque extendido contra la banca Coutts, por valor de la cantidad restante, al portador y firmado con un nombre que no puedo decir, aun cuando esta sea una de las claves de mi historia, porque se trata de un personaje muy conocido y frecuente en los medios impresos. La cifra era alta, pero la firma, si es que era auténtica, valía mucho más. Me tomé la libertad de señalar al caballero en cuestión que todo aquel asunto me parecía sospechoso y que un hombre, en la vida real, no entra por la puerta de un sótano a las cuatro de la madrugada y sale con un cheque que lleva estampado el nombre de otro por un valor cercano a las cien libras. Pero se mostró de lo más tranquilo y desdeñoso.

»—No se preocupen —dijo—. Me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y yo mismo cobraré el cheque.

»Conque nos marchamos los cuatro: el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y pasamos lo que quedaba de la noche en mis habitaciones. Ya de día, después de desayunar, fuimos todos al banco. Yo mismo entregué el cheque diciendo que tenía fundadas razones para creer que era falso. Ni muchísimo menos. El cheque era auténtico.

—Vaya, vaya —dijo el señor Utterson.

—Veo que piensas lo mismo que yo —contestó el señor Enfield—. Es una historia sin pies ni cabeza. Porque mi hombre era un tipejo con el que nadie querría relacionarse, un hombre en verdad muy dañino, mientras que quien había extendido el cheque es un dechado de virtudes, famoso además, y (para colmo de males) una de esas personas que se dedican a hacer lo que llaman el bien. Un chantaje, me figuro; un hombre honrado obligado a pagar por algún desliz cometido en su juventud. La Casa del Chantaje es como llamo yo a ese edificio desde entonces. Aunque ni siquiera eso basta para explicarlo todo —añadió. Y con estas palabras se entregó a sus cavilaciones.

De ellas lo sacó el señor Utterson al preguntarle de sopetón:

—Y ¿no sabes si el que extendió el cheque vive aquí?

—Sería muy probable, ¿no? —replicó el señor Enfield—. Pero resulta que me fijé en la dirección y vive en no sé qué plaza.

—Y ¿nunca te has interesado por esa puerta? —dijo el abogado.

—No, señor. He tenido esa delicadeza —fue la respuesta de su amigo—. Soy muy poco partidario de hacer preguntas. Eso es más propio del día del Juicio Final. Uno hace una pregunta y es como si lanzara una piedra. Se queda uno tranquilamente sentado en la cima de un monte y allá que va la piedra, empujando a otras, hasta que le da en la cabeza a un pobre infeliz (el último que a uno se le ocurriría) que está en el jardín de su casa, y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor. Para mí ya es una norma: cuanto más raro parece algo, menos preguntas hago.

—Y bien buena norma que es —concluyó el abogado.

—Pero he investigado el edificio por mi cuenta —prosiguió el señor Enfield—. No parece una casa. No hay otra puerta y nadie entra ni sale por esa más que, solo muy de vez en cuando, el caballero de mi aventura. Tres ventanas miran al patio en el primer piso; ninguna en la planta baja; las ventanas están siempre cerradas, pero limpias. La chimenea generalmente está humeando, y eso significa que ahí vive alguien. Sin embargo, no estoy seguro, porque los edificios están tan apiñados alrededor de ese patio que no se sabe dónde termina uno y dónde empieza el otro.

Los dos amigos continuaron andando un rato en silencio, hasta que el señor Utterson señaló:

—Es buena esa norma tuya, Enfield.

—Sí, yo también lo creo —replicó el aludido.

—Sin embargo —continuó el señor Utterson—, hay un detalle que quiero preguntarte. ¿Cómo se llamaba el caballero que arrolló a la niña?

—Bueno, no veo que pueda haber ningún mal en decírtelo. Se llamaba Hyde.

—Ya —dijo el abogado—. Y ¿cómo es físicamente?

—No es fácil describirlo. Hay algo raro en su apariencia, algo desagradable, algo directamente detestable. Nunca he visto un hombre que me pareciera tan repulsivo, y al mismo tiempo, no sé por qué. Debe de tener alguna deformidad. Da la sensación de que tiene alguna deformidad, pero no sabría decir cuál. Tiene un aspecto muy extraño y al mismo tiempo en realidad no puedo señalar nada que se salga de lo normal. No, señor. No veo por dónde cogerlo. No puedo describirlo. Y no es por falta de memoria, pues te aseguro que ahora mismo lo estoy viendo.

De nuevo el señor Utterson guardó silencio, visiblemente sumido en sus reflexiones.

—¿Estás seguro de que tenía una llave? —preguntó al fin.

—Amigo mío… —empezó a decir el señor Enfield, con perplejidad.

—Sí, ya lo sé. Y sé que parece extraño. El caso es que si no te pregunto cómo se llamaba la otra parte es porque ya lo sé. Verás, Richard, tu historia ha llegado a mis oídos. Si no has sido exacto en algún punto, harías bien en rectificarlo.

—Tendrías que haberme avisado —replicó su amigo con un punto de enfado—. Pero he sido exacto, como dices, hasta la pedantería. Ese hombre tenía una llave y, lo que es más, todavía la tiene. No hace ni una semana que lo vi abrir esa puerta.

Al señor Utterson se le escapó un hondo suspiro, pero no dijo nada, y su joven compañero tomó la palabra de nuevo:

—A ver si aprendo a callarme de una vez —dijo—. Me avergüenzo de tener la lengua tan larga. Hagamos un trato: no volveremos a hablar de este asunto.

—Te lo prometo, Richard —contestó el abogado—. De todo corazón.

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor HydeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora