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El humor del emperador no era para nada bueno. Las razones son muchas y una de ellas es el no poder pasar el rato con una de las concubinas del harem.

Su mentalidad era sencilla. El era un emperador y el hecho de tener que estar desplazarse de aquí y haya por una simple mujer problemática era inaudito e inaceptable y no hacia más que maldecir con fuerza a la emperatriz.

Sii fuera por el, aquella pelirroja escualida estaría en la horca o en la hoguera. Lo estaría, de no ser por su madre.

Despejando sus sombríos pensamientos , cabalgó con más intensidad, dejando atrás a sus caballeros que gritaron para pedirle que tuviera cuidado. Ignoro sus gritos y avanzo entre el sendero, escuchando a la lejanía estruendos de los rayos. No queriendo terminar empapado por la intensa lluvia que se aproximaba, obligo a su caballo tomar un atajo.

A lo lejos, los guardias del palacio dieron aviso de la repentina llegada del monarca. Saludaron rectos, recibiendo como reconocimiento una nube de polvo por el trotar del semental.

Sin medir sus acciones, Carausio saltó de su caballo aún galopando y se acerco a la entrada del palacio. Los sirvientes que pasaban cargando diversos objetos, lo reverenciaron y mantuvieran su postura hasta que este se alejo lo suficiente.

Una que otra sirvienta aprecio el aspecto encantador pero frío del rubio. No era ningún secreto que, si una sirvienta gozaba de una belleza sublime, el emperador con gusto la aceptaba en su lecho y de ser así, incluso como madre de sus hijos. Parte de esto era cierto, pero la procreación de un príncipe no era para nada bien recibido por el regente.

Haría de todo con las mujeres indicadas pero si estás llegarán a premiarse el las dejaría de lado para permitirse el seguir con más mujeres, sin asumir su responsabilidad por tales actos.

Después de todo, el era un tirano. Un ser sin corazón.
Apodado así por el pueblo, por los nobles y por su propia familia.

Todo por los estragos de malas decisiones que pasaban factura a cada reinado, actual y próximo.

Carausio tenía los mismos pensamientos primitivos de la familia imperial y la reina madre lo sabía perfectamente.

Es por ello que planeó lo suficiente el deshacerse de Anabelle, la madre del príncipe heredero.

Lo haría por el bien de su hijo, de sus nietos y el imperio.

Una vieja dama camino hasta la reina madre para informar lo último avisado por los guardias.

- Mi señora, su hijo se encuentra en camino a su habitación. - bajo su mirada. - Prepararemos bocadillos, ¿Desea alguno en especial?

Los ojos verdes de la reina brillaron. - Ya sabes que traer y quién los traerá.

- Si, mi señora, con su permiso. - reverencio y salió.

Espero unos cuantos minutos, detallando la hermosa caligrafía en aquella carta de blanco puro. No había palabra para expresar lo aliviada que se sentía al saber que su propuesta fue aceptada. A espaldas de su hijo, pero ya estaba hecho.

La puerta se abrió con brusquedad, sin dar tiempo al apurado sirviente de avisar la entrada del emperador.

Con una leve seña dió instrucciones de salir al hombre que, apenado salio rápidamente.

La hermosa mujer regreso su atención a su rebelde hijo, sentado frente suyo, con aquella mirada tan altanera de siempre.

- Última vez que entras de eso modo, Carausio. - reprendió con severidad. - Soy tu madre y merezco tu respeto.

Carausio sonrió burlón. - Claro, madre. Disculpa a este hijo tuyo, no volverá a pasar.

Suspirando, dejo de lado su ira pero no su semblante frío. - Eso espero.

Su dama de compañía ingreso con varias sirvientas a la habitación donde dejaron te y algunos bocadillos. La anciana reverencio y una a una fueron saliendo, la última chica se quedó un poco más de tiempo como indicación de la mayor.

Carausio ni siquiera la miro y solo se concentro en el té. La reina asíntio a la muchacha y está se retiró tras la última sirvienta.

Desde ahí, la reina comenzó a sospechar el porque la visita de su hijo.

- ¿Y bien? Que trae a mi querido hijo de vista. - bebió del exquisito té con lentitud. - Nunca vienes si no hay algo que quieras de mi.

El rubio apretó la quijada. - En efecto, lo hago. - respondió con descaro. - Seré directo, necesito que hagas algo con la loca de Anabelle.

- ¿Tu amada esposa?- sonrió con frialdad. - Raro en ti, normalmente matas sin acudir a mi.

- No puedo matarla. Me lo impide esa maldita ley Imperial.

- Es una ley muy antigua, si. - ignoro su mirada. - Ya sabes cómo son las cosas con las leyes, no puedes modificarlas de un día para otro.

Carausio gruño en desacuerdo pero no dijo nada más. Durante dos largos minutos no hubo lo hizo. La única que parecía disfrutar del té era la reina.

- Acepto.

El repentino comentario hizo sonreír a la mujer.

- ¿De acuerdo en qué?

- Maldición. - Murmuró derrotado. - En tener un segundo esposo.

- ¿Oh? - aquella burla hizo que el emperador apretara la taza. - ¿Dónde quedó el emperador todo poderoso? El que dijo no necesitar la ayuda de esta anciana para deshacer de su insolente mujer.

- ¿Me ayudarás o no?

La reina medito un poco, solo para fastidiar a su primogénito y después sonrió con suficiencia.

- Muy bien, te ayudaré.

El emperador gruño molesto y se levantó para irse de aquel horrible lugar.

- Envía una carta al reino de Castilla.

Al recibir un asentimiento, el monarca se fue de ahí sin darle una despedida formal.

Sonriendo con orgullo, se permitió releer la carta que anteriormente tenía.

Tan solo leyendo las primeras líneas, sabia que el mandato de Anabelle acabaría ahora.

Máximo de Àngelo Reset

La llegada de un posible cambio.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora