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Bright corre desesperado por los nevados campos de Rusia. Ya no es un niño, pero se siente solo y aterrado como una vez lo estuvo, perdido en el laberinto de calles congeladas y rostros sin nombre. Corre deshecho en lágrimas y con el corazón estrangulado, al límite de sus fuerzas y de sus nervios.

                     
Bennet lo persigue. No el Bennet de su infancia, tierno y comprensivo, no el amante que ordenaba en su lecho, tampoco el dulce entrenador de mejillas tersas y sonrisa compasiva. Éste es un Bennet transformado por la muerte, de ojos sanguinolentos y piel marmolada, de mirada vacía y manos trémulas.

                     
—¡No me perdonaste! —le reprocha con desprecio, mientras estira sus brazos para atraparlo—. ¡No me dejaste morir en paz, te supliqué y no me perdonaste!

                     
Bright apresura sus pasos, atormentado. Los árboles se cierran a su alrededor, las ramas le lastiman el rostro y las manos, la nieve bajo sus pies es cada vez más suave. Pero de pronto pisa firme y los árboles lo liberan. Se encuentra sobre un lago congelado y ahora lleva puestos sus patines. Sí, sus patines. Sobre el hielo ya no tendrá problemas. Sobre el hielo todo irá mejor.

                     
De inmediato toma ventaja, Bennet ha quedado atrás. Suspira aliviado, pero no por mucho tiempo. Una figura se presenta ante él tan repentinamente que por esquivarla cae al hielo y resbala sin control. Otro muerto. Otra venganza.

                     
—Te lo dije, Vachirawit —dice Abraham Opas-iamkajorn con la mitad de su cabeza destrozada, la sangre cayendo espesa y viscosa por su rostro—. Dije que cavaría tu tumba. Ahora la policía te encerrará de por vida y yo estaré allí para torturarte. Cada día hasta que mueras, ¡y tú no podrás escapar! —se burla en medio de groseras carcajadas.

                     
—¡Maldito! —exclama Bright, la ira sobrepasando su miedo—. ¡Vuelve al infierno! —grita, y saca uno de sus patines con la facilidad de un guante, y comienza a golpear con él la repentinamente sólida figura de su enemigo. Hiende su arma con loco frenesí mientras la sangre salpica más de lo que es lógico, volviendo todo un infernal mar escarlata.

                     
—¿Por qué, Bright? ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué ya no me amas?

                     
La voz de mujer congela su gesto en el aire. No entiende en qué momento Abraham se convirtió en su madre y él en matricida.

                     
—¡No! ¡No! —exclama enloquecido, arrojando el patín a un lado, viendo a su madre agonizante vomitar sangre sobre el hielo.

                     
Retrocede horrorizado y su espalda golpea contra algo sólido. Gira, ya en pánico, y unos ojos verdes le devuelven la mirada.

                     
—¡Win! —exclama desvanecido de alivio cuando su amado lo besa en los labios, atrapándolo entre sus brazos con pasión—. Win... —repite extasiado mientras esa boca deliciosa lo colma de placer.

                     
— Злой (Zloi/maldito) —le susurra su amor al oído y él parpadea sin comprender. ¿Sabrá Win que acaba de insultarlo? "Maldito", "perverso"... no, obviamente el menor no sabe lo que dice. Aleja el rostro y lo observa. Su niño sonríe de forma extraña.

                     
—Bright —murmura con ternura al tiempo que le clava un cuchillo en el vientre, derribándolo al piso—. Mi amor —insiste, arrodillado junto a él, acariciándole el cabello mientras retuerce el puñal en sus entrañas—. Bright... despierta...

                     
                     
Sus ojos se abrieron al tiempo que exhalaba en un espasmo de dolor. Con un fuerte empujón intentó apartar a Win, inclinado sobre él, pero éste lo retuvo firmemente por los brazos para impedirle escapar.

                     
—¡Suéltame! —gimió casi en un llanto, mientras intentaba liberar su cuerpo—. ¡Suéltame!

                     
—¡Basta Bright, basta! ¡Fue un sueño, sólo fue un sueño!

                                 
             
                   
Jadeante, aún combativo, echó una mirada desorientada a su alrededor. No había muertos ni árboles allí, no había sangre ni nieve bajo ellos... sólo las sábanas arrugadas de un lecho tibio y acogedor.

Los brazos de Win lo liberaron, y el rizado suspiró profundamente mientras se incorporaba, todavía agitado. Un sueño, nada más que un sueño, pero su pulso seguía acelerado y le costaba recuperar el tranquilo ritmo de su respiración, cubierto por un sudor frío que lo hacía estremecer.

—Ten, toma —Win le ofrecía agua. Con una mano temblorosa tomó el vaso y humedeció sus labios. Dios, cómo odiaba aquellas pesadillas...

Con otro suspiro volvió a recostarse, tapándose hasta el cuello con las mantas. Tenía frío, pero la sensación de la nieve húmeda y roja bajo su cuerpo se disipaba como la oscuridad en el cuarto. Ahora sabía dónde estaba. No era la primera vez que despertaba desorientado en aquel lugar, pero desde ese angustiante día habían pasado ya ocho meses. Sólo dos estaciones, aunque parecieran dos años.

No recordaba mucho de aquella primera semana, si debía ser sincero. Sólo tenía el vago recuerdo de haber llegado a Buenos Aires en una mañana luminosa y cálida, a pesar de que en aquella parte del mundo ya se aproximaba el otoño, y de discutir tercamente con Win acerca de que se encontraba perfectamente bien para tomar el otro vuelo que los llevaría directo a su lugar de ensueño. Del resto de la historia se había enterado una semana más tarde, cuando despertó atendido por una enfermera y un Win pálido como la nieve.

—¿Cómo te atreves a dejarme sólo en un momento como éste? —había sido su infantil reproche, antes de arrojarse sobre él, abrazarlo con fuerza y deshacerse en lágrimas contra su pecho.

Y así, en una novena de besos y caricias, Win había relatado su viaje desde que partieran del aeropuerto internacional hacia el sur del país, donde Bright había aterrizado con tanta fiebre que deliraba. Y sobre cómo había luchado por mantenerlo a salvo junto a todo el equipaje mientras buscaba desesperado la forma de comunicarse con aquella gente, de pedir un taxi, de buscar un hotel, y finalmente, conseguir un médico porque su amor se moría. Un joven lugareño había hecho las veces de ángel guardián para Win, presentándose con la bendición de hablarle en su idioma y de tenderle una mano amiga. Sin indagar mucho a los recién llegados, el muchacho los había instalado en una hostería y poco después traído ante ellos un médico: un anciano de cabello blanco y mejillas sonrojadas, que frunció el ceño al ver la herida de Bright.

—Hospital —anunció, tan claro que Win pudo entenderlo a la perfección.

—No, no podemos. ¡Por favor, sálvelo usted! —suplicó, uniendo sus palmas en actitud de ruego—. Dinero, le daré mucho dinero —agregó ofreciéndole un puñado de dólares.

Pero el viejo lo había mirado mal, casi ofendido, y dándole un breve empujón lo había apartado del camino para acercarse en la cama. Con cariño de abuelo se había dedicado a palpar el vientre de Bright, tomar su pulso, acariciar su frente y sus rizos, y sin perder más tiempo había abierto su maletín milagroso para comenzar a sanarlo. Tres días y tres noches pasó junto a la cama, mientras el menor deambulaba como un fantasma o dormitaba en una silla, ignorando los platos de comida que la amable posadera ponía ante él. Hasta que al amanecer del cuarto día, el anciano salió exaltado de la habitación, hablándole en esa lengua extraña, para conducirlo junto a Bright que, aunque pálido e inconsciente, ya no tenía fiebre ni temblores.

Dos días más tarde, la mujer del anciano casi tuvo un infarto al recibir el sobre con los honorarios de su esposo.


El paraíso con que Win había soñado resultó ser una pequeña ciudad del sur de Argentina, Calafate, donde Dios parecía haberse inspirado para crear el edén. Una pequeña porción del planeta decorada al oeste por la eternamente nevada cordillera de los Andes, al norte por cristalinos lagos y glaciares, al este por hermosos montes de colores, y al sur por fragantes bosques rebosantes de vida natural, donde cientos de especies de animales buscaban refugio de la amenaza del mundo, al igual que ellos dos.

Cuando Bright se recuperó lo suficiente para ponerse de pie y salir a la calle, el paisaje que hallaron los dejó sin habla. No hizo falta discutir ni planear nada. Luego de tres días de recorrer el hermoso pueblo, rentaron una cabaña de locura casi sobre la cima del valle, desde donde tenían una vista panorámica de toda la ciudad y, por supuesto, de la sublime inmensidad que los rodeaba.

Les tomó menos de dos semanas sentir aquella casa como propia. Bellamente construida con madera y piedra, era tan cálida y cómoda como pudieran desear, con gigantescos ventanales donde sentarse a soñar y coloridas flores que no habían visto en ninguna otra parte del mundo, de esas que permanecían firmes y hermosas entre la nieve como si ninguna inclemencia del tiempo fuera capaz de quitarles su belleza. La cocina y la chimenea, la sala de estar y el dormitorio, todos los cuartos eran sus preferidos, no había rincón que no amaran, y no había momento del día en que no disfrutaran permanecer allí.

Los dos amantes estaban eufóricos por poder vivir aquella fantasía. Al principio temieron que su reciente pasado los atormentara, pero los fantasmas que ellos mismos habían enviado al infierno no parecían ser capaces de penetrar en aquellas tierras. Se amaban con la desesperación del último encuentro, gozando hasta las lágrimas de cada momento íntimo, tentándose y complaciéndose donde y cuando quisieran, libres del tiempo y los compromisos.

Pronto comprendieron que el idioma no era una barrera infranqueable. Muchas personas hablaban inglés, y las que no, expresaban su hospitalidad con grandes sonrisas y gestos elocuentes, invitaciones y pequeños presentes. Eran demasiado pocos como para mezquinar lo que tenían. Aquella tierra, como sus habitantes, parecía mantener sus brazos abiertos en cálida bienvenida. Los senderos dentro de los cuidados bosques parecían salidos de cuentos de hadas, las cabañas jugaban a competir en hermosura, los lagos eran tan cristalinos que podían verse sus fondos sin esfuerzo, y las flores de colores crecían por doquier, irrespetuosas de los inclementes vientos que las azotaban.

Bright había caído enamorado a primera vista del imponente glaciar, tal vez porque era tan frío y bello como él. En su primera visita había pasado seis horas frente a la imponente mole blanca y azul, observando sus grietas y colores, aturdido por el atronador sonido de sus desprendimientos, viéndolo morir de a poco ante a sus ojos, hasta que éstos se llenaron de lágrimas y colapsó abrazado al ojiverde, murmurando palabras de amor sincero y fidelidad eterna.

Para el joven norteamericano hubiera sido imposible decidirse por algo en especial, pero sin dudas su momento preferido era el despertar, cuando el sol penetraba en el cuarto bañándolos con su luz dorada y las montañas le daban la bienvenida al nuevo día. A su derecha la cordillera, teñida de lilas, azules y celestes, coronada de blanco por nubes y nieve; a la izquierda, los montes que acunaban aquel hermoso valle, donde las pinceladas de colores eran tan increíbles como hermosas, separándose en capas verdes y terracotas, naranja y ámbar, pardos y beiges.

—Sin dudas, es el mejor sueño que he tenido en toda mi vida —solía decir, embelesado ante tanta belleza, acunado por las risas de Bright que parecía estar en un todo de acuerdo.

Fueron días de ocio y placer, de risas y amores, recorriendo tanto montañas y bosques como cada calle y rincón del pueblo, comprándose cosas constantemente y comiendo en los mejores restaurantes. Una sola vez en todo ese tiempo Bright se había acercado a una computadora para enviar un corto mail a Dew, diciendo que estaba bien y que volvería a comunicarse cuando lo creyera necesario, enviando su cariño y compartiendo su felicidad. Win decidió que no tenía a nadie a quien enviar un mail similar, y le dio la espalda al mundo para volver a internarse en las laberínticas calles de su nueva vida, entre velas y artesanías, madera y flores silvestres.



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Sangre Sobre Hielo Adapt.BrightWinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora