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     Averigüé más y más al respecto sobre lo que mi amiga me había dicho. No podía dejar de pensar en que realmente me gustaba nadar.

     En el club me pusieron en el equipo de natación cuando pregunté sobre ello y pronto comencé a competir. Encontré un lugar en el que me sentía cómodo y en el cual sobresalía. Incluso los miembros más viejos del equipo estaban asombrados conmigo, con mi trabajo duro y con mi esfuerzo. Me halagaban y pronto también decidimos aumentar mi entrenamiento.

     Gracias a esto me pasaba los días fuera de casa. Estudiaba en la mañana y la tarde me la pasaba en el club, incluso si no tenía clase, para poder entrenar. Muchas veces apenas practicaba una hora, pero la pasaba el resto del tiempo aprendiendo sobre la teoría o entrenando fuera del agua.

     Mantuve mi mente ocupada y mamá estaba aliviada de que yo saliera de esa fase de incomprensión en la que me sumí apenas saltaste. Gracias a su preocupación yo visitaba al psicólogo todos los sábados, después de las clases de inglés. Estaba aliviada de que ni mi personalidad, ni mi forma de relacionarme con otros, ni mi cuerpo, cambiaran. Supongo que temía que yo cayera en una tristeza que no me permitiera ni comer.

     Me instó a contarle lo que sea. Me preguntó si estaba reteniendo todo dentro y me aseguró que estaba bien si yo quería llorarte un poco más. Le dije la verdad:

     –Me siento triste, muy triste, y sé que me sentiré así mucho tiempo más; pero nunca pensé en dejar mi vida por Timothée.

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