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     Yo aprendía rápido y tú no escatimabas con los halagos. Eras el tipo de persona que encontraba las cosas más pequeñas para destacar de los demás y no te avergonzaba ponerlo en palabras, ni demostrar cuando estabas cómodo alrededor de alguien.

     Nos detuvimos a tomar un refresco mientras esperábamos a tus amigos. Entonces quisiste saber más de mí. Me preguntaste con quién vivía y cómo me estaba yendo en el instituto.

     –Me va bien –respondí, pues nunca me había importado demasiado estudiar, aunque me iba un poco más que bien–. Vivo con mi madre.

     Tú tampoco te esforzabas demasiado y también vivías solo con tu mamá. Ninguno preguntó por los progenitores paternos, como si tuviéramos un previo acuerdo al respecto.

     Me dijiste que podía traer a mis amigos para jugar si así lo deseaba. Agregaste que, siendo más, sería más divertido. Querías ser amable y yo asentí distraído.

     Pero no lo habías dicho porque sí. Me observaste largo rato, como supongo que ustedes hacían en el instituto antes incluso de conocerme.

     –¿No tienes ningún amigo? –inquiriste.

     Sospeché que ya sabías la respuesta. Negué con la cabeza, con el propósito de quitarle hierro al asunto.

     –Esas cosas suelen costarme un poco.

      Tú tampoco te lo creíste. Era muy mal mentiroso.

SerendipiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora