· CAPÍTULO 41 ·

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Diciembre entró pisando fuerte. Se notaba que el invierno estaba a punto de llamar a la puerta. Una ligera nevada había pintado de blanco Nueva York. Claudia miró hipnotizada a través de la ventana. Tomó el café de pie, pegada al radiador, mientras disfrutaba de aquellas níveas vistas bañadas por el anaranjado amanecer. Parecía mentira que llevara casi dos meses viviendo allí. Aunque, en verdad, tenía la sensación de que hubiera pasado más tiempo. Entre la mudanza, acostumbrarse al país y sus costumbres, el nuevo empleo y lidiar con Bruno, tenía la percepción de que hubieran pasado siglos. Había sido duro al principio, pero ya comenzaba a sentirse más cerca de la palabra hogar.

Tuvo mucha suerte con el piso. Había alquilado un modesto apartamento en Brooklyn. Estaba situado en la quinta planta y tenía unas vistas increíbles hacia el Prospect Park y el museo de Brooklyn. Disponía de una habitación con cama matrimonial, un pequeño salón-cocina con barra americana, un baño equipado con bañera y una pequeña terraza con un par de sillas y una mesa. Su padre le había buscado otro en pleno centro, mucho más grande y lujoso, justo encima del que había alquilado para Bruno. Pero Claudia había declinado la oferta. Prefirió buscarse uno que pudiera mantener por sí misma. Además, lo de tener a Bruno viviendo justo debajo, era de todo menos apetecible. No necesitaba lujos, sino estar tranquila y sentirse cómoda. Con aquel pequeño apartamento tenía todo lo que podía necesitar.

Terminó sin prisa el último sorbo de café. Separarse de aquel cálido radiador no fue una decisión fácil. Menos mal que una buena ducha caliente la estaba esperando. Comenzó a prepararse mientras el tímido sol trataba de colarse por las espesas nubes. Respondió un par de mensajes de sus amigos mientras terminaba. Los echaba mucho de menos. Esa era una de las principales cosas que no había cambiado desde el primer día. Añoraba verlos, sus sonrisas, hasta sus expresiones faciales y manías. Hablaban a diario, pero no era lo mismo. La diferencia horaria, el trabajo y la rutina, no les regalaban tanto tiempo como les gustaría. Pero los sentía muy cerca. Eso era lo importante. Además, Claudia había conocido a un par de personas maravillosas en Nueva York.

Una de sus nuevas amigas se llamaba Kelly. Era una chica australiana, un año menor que ella. Se habían conocido por casualidad en un Starbucks. Claudia estaba sentada tomando algo cuando Kelly apareció por la puerta. Estaba perdida, buscando la calle de su nuevo alojamiento. Preguntó a varias personas, pero nadie le hizo caso. Luego fue directa hacia su mesa. Le contó que acababa de llegar de Australia y le preguntó si podría ayudarla. Claudia le explicó que llevaba poco tiempo en Nueva York, pero aceptó sin dudarlo. La invitó a sentarse con ella. Tomaron un café mientras buscaban aquel lugar, y la mejor forma de llegar. Cuando al fin dieron con ello, se pusieron en marcha.

—Muchísimas gracias, de verdad —había agradecido Kelly en un perfecto inglés con acento australiano una vez dejaron las cosas en la puerta del piso—. Pocas personas son tan amables. Me has salvado la vida.

—No tienes por qué darlas —respondió Claudia también en un inglés casi perfecto—. Yo también he estado en tu lugar. Sé lo que se siente cuando llegas a un sitio que no conoces, preguntas y te hacen el vacío. Idiotas... —dijo en tono burlesco.

—Es una sensación muy extraña. Te hacen sentir muy mal. Como si fueras a robarles u ofrecerles droga —confesó con gesto de incomprensión.

—¡Tal cual! Pero, mientras haya excepciones, todavía hay esperanza en el mundo.

—Sí... Ojalá hubiera más personas como tú —asintió Kelly con su bronceado rostro—. De verdad, no sé cómo puedo agradecerte lo que has hecho hoy por mí.

—Pues de la misma manera. Si encuentras a alguien en tu situación, échale una mano. Esa es la mejor forma —aconsejó Claudia satisfecha.

El invierno de tus besosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora