· CAPÍTULO 43 ·

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El sonido del despertador le reventaba los oídos. No podía creer que ya tuviera que levantarse. Tenía un dolor de cabeza horrible. El cuerpo le pesaba toneladas. Apenas había pegado ojo. Después de haber dejado a su madre en el aeropuerto y volver a casa las paredes se le echaron encima. Ya no tuvo que fingir más. No hizo falta seguir haciéndose la fuerte para que su madre no sufriera. Pocas veces se había roto como aquel domingo. La soledad y el dolor de la verdad habían dinamitado por completo su alma. Las horas se hicieron eternas entre las húmedas lágrimas. La almohada no pudo consolar tantos sollozos desesperados. El crudo silencio fue su único compañero.

El fin de semana había logrado esconder la pesadumbre. Se tragó la amargura como pudo y trató de que su madre disfrutara de la ciudad. Después del largo viaje que había hecho no iba a tenerla encerrada en casa consolándola. No sería justo. Lo mínimo que podía hacer ella era disimular y evitarle más preocupación. En parte también le vino bien para desconectar y no pensar todo el tiempo en lo mismo. Aunque fuera inevitable que su mente viajara aquella dolorosa cárcel cada dos minutos.

Se levantó con torpeza de la cama y fue con desgana hacia la ducha. Dejó que el agua caliente envolviera su cuerpo durante un largo rato. Como si eso fuera a llevarse todos los demonios que gritaban en su interior. Se secó el cuerpo con calma y cogió del armario el primer vestido que tuvo a mano. Ni siquiera peinó su melena. Tampoco desayunó. Su ánimo y su estómago estaban en un largo periodo de apatía. La guerra que libraban su rabia y su desconsuelo la estaba dejando exhausta.

Cubrió el pelo con un gorro de lana. La humedad y el frío de la calle no eran buenos compañeros. Se puso las botas y el abrigo y salió de casa. Un gélido viento se estrelló contra su cara nada más cruzar la puerta del portal. Caminó sin prestarle atención mientras sus mejillas se iban sonrojando más con cada paso. Ni siquiera se disculpó con el hombre contra el que acaba de chocar su hombro. Se lamentó segundos más tarde, cuando al fin fue consciente. Se giró para pedirle disculpas, pero el señor se había perdido entre el resto de transeúntes. Claudia caminaba envuelta en una nube de aturdimiento. Las personas con las que se cruzaba no eran más que cuerpos inertes que danzaban al ritmo de la rutina. La presión que sentía en la cabeza la tenía en otro plano diferente.

El metro aquella mañana estaba más lleno que de costumbre. Entró al vagón entre empujones. Una ola de calor espantosa la obligó a quitarse el abrigo como pudo. Desprenderse de aquella prenda en aquel espacio tan reducido fue una verdadera odisea. Encontró un ligero hueco para sujetarse en una de las barras metálicas y perdió la mirada entre sus pies. Su cabeza y su cuerpo aquel día no funcionaban en la misma sincronía. Los minutos pasaban como si fueran horas. Aquel viaje le estaba resultando eterno.

Salió un momento de su abstracción y miró entre la multitud. Buscó el cristal mientras el metro frenaba. Su expresión cambió por completo.

<<¡Mierda, mierda y mierda!>>, pensó dirigiéndose a toda prisa hacia la puerta.

Resopló con rabia y salió como pudo entre los codazos de la gente. Se había pasado de parada. Estaba tan metida en sus cosas que no se había dado cuenta. Fue corriendo hacia el andén contrario. El calor asfixiante ralentizaba su marcha. Un sudor leve comenzó a empapar su espalda. El peso del abrigo y del bolso avivaban las molestias en su cuello. Su cervical aún se resentía de la mala noche que había pasado. Subió las escaleras a toda velocidad. Llegó arriba exhausta. Vio que el metro ya había llegado. Bajó tan rápido como pudo. A punto estuvo de torcerse un pie en el quinto peldaño. El metro comenzaba a cerrar las puertas. Bajó aún con más celeridad. Los tacones no ayudaban en aquella maratón contrarreloj. Estaba a menos de dos metros cuando el metro arrancó.

El invierno de tus besosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora