· CAPÍTULO 17 ·

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Claudia no dejaba de mirar el reloj. Lo examinaba cada veinte segundos. Algo no iba bien. Llevaba más de diez minutos sentada en aquel vagón y el metro no avanzaba. La gente comenzaba a moverse con nerviosismo. Nadie sabía qué pasaba. Un agente de seguridad irrumpió de repente y les instó a guardar silencio con las manos.

—Salgan todos ordenadamente, por favor —dijo en tono bastante elevado para que nadie se perdiera el mensaje. La gente se miraba confusa. Se palpaba la inquietud.

—¿Qué ocurre agente? —preguntó una anciana agitando preocupada su bastón.

—Hay un objeto sospechoso abordo. —Alzó sus manos para frenar el alborozo—. Pero está todo controlado. Cálmense.

Los murmullos comenzaron a incrementarse. La intranquilidad se transformó en angustia. La gente se apelotonaba hacia las puertas mientras el pánico dominaba aquel lugar. Claudia avanzó como pudo. Su corazón bombeaba con fuerza. Sentía una tremenda presión en el pecho y el pulso reventaba su cabeza. Empujones, tirones de pelo, gritos e histeria dificultaban el paso. No fue muy diferente cuando por fin atravesó la puerta entre codazos. La gente huía despavorida del vagón. Se pisaban unos a otros, incluso algunos se caían. Nadie miraba atrás. El miedo era el maquillaje que imperaba en aquellos rostros.

Lograr salir a la calle fue toda una odisea. Inhaló tan profundo como pudo apoyada en una de las barandillas laterales. El aire puro recorrió sus bronquios. El aviso de falsa alarma corrió como la pólvora desde las entrañas de aquella estación hasta el lugar en el que Claudia trataba de recomponerse. El pulso fue disminuyendo paulatinamente.

—¡MIERDA! —exclamó al percatarse de la hora que marcaba su reloj. Ya debería haber entrado por la puerta del trabajo. Y ni siquiera estaba cerca de la empresa.

Corrió hacia la parada de taxis más cercana. Las cuñas que llevaba no facilitaron la labor, pero un esguince sería el menor de sus problemas. Subió al primer taxi libre que vio y le indicó la dirección. Hasta que no se bajó no se percató de que había pillado el vestido con la puerta. Pero la mancha de grasa que vio al salir era una prueba irrefutable.

—Quédese con la vuelta. —Le dio el billete al taxista y salió pitando— Buen día.

Cruzó la puerta del edificio con celeridad. Saludó desde la distancia al equipo de recepción y fue directa al ascensor. Pulsó el botón innumerables veces. Por fin llegó. La subida le pareció el viaje más largo de su vida. No le quitaba ojo al reloj. Llegaba más de media hora tarde. Eso significaba problemas.

Atravesó la sala como un rayo. La única parada que hizo antes de dirigirse al despacho de su padre fue para saludar a Natalia. Desde el susto que había tenido hacía dos semanas no podía evitar preocuparse aún más por ella.

—He flipado con tu mensaje. Vaya inicio de día, ¿no? —lamentó Natalia.

—Y que lo digas... —suspiró nerviosa—. Y lo que me espera... Luego te cuento.

—Te he dejado el escudo preparado encima de la mesa —bromeó su compañera.

—Lo necesitaré. —Se fue con rapidez hacia el fondo de la sala.

Llamó dos veces a la puerta. Lena no estaba. Cruzó y tocó directamente en el despacho de su padre. Una presión colosal decidió instaurarse en su estómago. Giró la manecilla con cautela y tragó saliva.

—¿Se puede? —preguntó asomando medio cuerpo con discreción.

—Se podía hace una hora. Cuando deberías haber entrado —disparó.

—Verás es que... —Entró y cerró la puerta.

—No me interesan tus excusas, sigues perdiendo tiempo. —No la dejó terminar.

El invierno de tus besosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora