· CAPÍTULO 3 ·

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Claudia no dejaba de mirar el reloj. En otras circunstancias hubiera deseado que terminara cuanto antes la jornada laboral. Aquel martes no. Sentía un revoltijo de nervios e incertidumbre oprimiéndole el pecho. Ver a Bruno paseándose por la oficina después de lo del día anterior no era demasiado cómodo, pero ese era ahora el menor de sus problemas. Se avecinaba otro frente para el que no sabía si estaba preparada.

Trató de sumergirse de lleno en el trabajo e intentar desviar su atención. Pero el tiempo no es esclavo de nadie, y decidió escaparse entre sus dedos con más facilidad de la que hubiera deseado. Llegó la hora de la salida. En lugar de irse a casa a descansar, tenía otra cuenta pendiente que saldar. Terminó de enviar el último informe a una sucursal de Alemania, apagó el ordenador y fue al despacho de su padre. Apenas quedaba gente en la oficina. La puerta principal estaba abierta, así que entró directamente.

—Justo ahora iba a llamarte —dijo Lena antes de que pudiera saludar—. Tu padre me ha dicho que se va a retrasar.

—Gracias —respondió en tono afable—. Dile que voy en taxi. Mi madre ya está en el restaurante esperándonos.

Se despidió y se fue. En poco más de quince minutos estaba en la periferia, frente a la pared de mármol blanco del lujoso restaurante donde iban a comer. Cruzó las sofisticadas puertas de cristal y preguntó al metre por su mesa. Un trajeado camarero la acompañó. Atravesaron el gran salón hasta la mesa reservada a nombre del señor Salvat. Era un lugar asombroso. Las paredes estaban cubiertas del mismo mármol que la fachada. El techo era enteramente de cristal. A través de él se veía el nítido azul del cielo. La decoración también era exquisita.

Su madre estaba sentada en una de las mesas del fondo, a la derecha. Llevaba un exuberante collar de perlas que destacaba sobre un vestido beige oscuro. Su pelo rubio descansaba por encima de sus hombros. Como siempre, la elegancia era fiel compañera de su cándida sonrisa. Claudia se parecía bastante a ella. Sobre todo, en la forma rasgada de sus ojos, en sus labios delgados y en el tono claro de su piel. También tenía sus mismas orejas, pequeñitas y redondeadas.

—Tantos años y no cambiáis de mesa —saludó Claudia dándole dos besos.

—¿Y perdernos las vistas que ofrece? Ni loca —rio con elegancia su madre.

Tenía razón. A sus espaldas había un enorme patio interior lleno de plantas y fuentes. Llenaba de luz y vida aquella mesa a través de un enorme ventanal. Un escenario perfecto para conversar con tranquilidad y silenciar durante un rato los demonios que Claudia llevaba dentro. Pasados unos minutos, llegó el tema ineludible.

—¿Cómo estás? —preguntó su madre preocupada—. ¿Estás segura?

—Nerviosa —confesó—. Pero tengo que decírselo.

—Aún estás a tiempo de dar marcha atrás, hija... —Cogió sus manos con ternura.

—Debo hacerlo... Necesito pasar página —suspiró—. Creo que no pido tanto.

—Y te entiendo, pero...

Sus voces callaron de inmediato. Claudia se irguió sobre la silla. Su padre acababa de entrar al comedor y se acercaba hacia la mesa. Su esbelta figura, enfundada en un costoso traje, unida a su canosa cabellera lo hacían inconfundible. Le dijo a su madre que estaba preciosa. Acto seguido, le dio un cándido beso en los labios y tomó asiento.

—Y bien, ¿para qué querías vernos? —espetó mirando a Claudia con desgana.

—Tenía que contaros algo... —explicó.

El invierno de tus besosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora